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Reseña de libros

Sobre “En la intemperie, el canto del cielo, la música del mundo”
de Angelo Lafuente

por Juan Malebrán

Hacer el quite a una definición categórica no resulta exclusivamente asunto de la poesía. Por su cuenta, el ensayo también ha sostenido su propia batalla en favor de la deriva y la errancia. Hay consenso, cómo no; ideas compartidas entre aquellos que se niegan a reducir su escritura a una fórmula rígida, contenida y enmarcable. La del tanteo, por ejemplo, la del pesaje, la del proceso siempre en marcha o la de avanzar por territorios que se recorren apartados de otra pretensión, excepto la del recorrido. Sin siquiera pretensión —agregarían algunos. Este género— según el antioqueño Vélez —no se escribe para mostrar que hay mucho que aprender, sino porque existe, de hecho, un amplio dominio sobre un tema específico y, además, un lenguaje capaz de expresarlo. No obstante, este amplio dominio no buscaría instalarse cual verdad absoluta, ni —afín con el libro en cuestión— como certeza escolástica; sino más bien como inquietud, desvío y hallazgo.

Escribe Angelo Lafuente (Bolivia, 1991): Para pensar lo más propiamente humano cabe situarse en los márgenes de lo resuelto, porque la insistencia en contemplar el mundo ya decidido tiende a excluir, esconder, delimitar. Aludiendo, de este modo, a la dificultad de orientarse sin centro definido.

Así, «En la intemperie, el canto del cielo, la música del mundo» (Cinosargo/Marginalia, 2022) los puntos de referencia son desplazados en aras de la intemperie como condición humana y con tal propósito el autor recurre a la polifonía musical, a la pintura flamenca y a los versos del escritor y vihuelista español Luys de Narváez, para emprender un periplo por monasterios, abadías y tratados medievales y renacentistas capaces de hacernos pensar el rol jugado por la música como soporte y consuelo.

Del latín intemperies, es decir, expuesto al tiempo en cuanto clima, Lafuente señala las constantes incertidumbres y desafíos de nuestra propia suerte, como lugar desde donde leer este término; resaltando la vulnerabilidad inherente a la existencia y la falta de control sobre sus antojadizas circunstancias. A partir de ahí, configura un conjunto de fragmentos biográficos para sostener una propuesta que invita a detenerse —audífonos y buscador en mano— las veces que resulten necesarias frente a las piezas que en ella se referencian. Óleos y laúdes. Motete y liturgias. Tesituras y tribulaciones.

Una serie de personajes dedicados a la producción de obras y al pensamiento en torno a estas obras, entrecruzan historias e intereses a lo largo de los tres capítulos que componen este ensayo. Boecio en el año 507 al escribir Sobre el fundamento de la música, es uno de ellos. Ockeghem y su Réquiem, considerada como la misa de difuntos más antigua de la que se tenga registro, El descendimiento del pintor flamenco van der Weyden y la conmoción en aquellos que lo contemplaban, o Francesco Landini, un ciego italiano en cuya lápida se lo representa tocando el órgano portátil y con la cuenca de los ojos vacía. Sumados a otros ciegos, para quienes el oído era el camino a la razón, y otros tantos creadores pertenecientes a una época compuesta por días que, como observa Lafuente, fueron una exposición del desorden, de la miseria, de la inestabilidad.

Se avanza gozoso estas páginas en las que de pronto se llega a leer: El canto en su origen, es soplo, hálito. Cuando los instrumentos musicales reciben el soplo, tienen alma, esto es, neuma. En el medioevo, el neuma se utilizó para la notación musical. Aquello que daba vida por el soplo, por el aire, por el aliento, se convirtió en signo, gesto, para ordenar lo oído.

Decía Hesíodo que la música es capaz de verter pequeñas libaciones de olvido sobre la pena. Similar cualidad apunta Lafuente al mencionar que tañer un instrumento aleja la aflicción. O que  la música proporciona auxilio a los débiles, salud a los enfermos, constancia y reflexión a las mentes desordenadas. Agrega, además que Marsilio Ficino, traductor del griego al latín de los diálogos de Platón, sacerdote y filólogo, consideraba que la música es equilibrio, proporción, claridad, y que la palabra canto, nos llega con un significado que creíamos olvidado. No tan lejos es posible mencionar un tratado sobre esta disciplina escrito durante el siglo IV en las cercanías de Lombardo por San Agustín, en el cual se pregunta sobre sus principios y características, para luego afirmar que el alma busca en los sonidos igualdad y semejanza. Lo que permitiría entenderla como un movimiento ordenado y ya no solo como recurso primitivo a la hora de comunicarnos. Decidores entonces los pasajes que Lafuente dedica a la notación musical, sistema nacido al interior de monasterios con el fin de facilitar una enseñanza de la que Guido D’ Arezzo, teórico y monje benedictino sería responsable.

Se ha dicho que, a mayor desarrollo cultural, menor importancia al oído en favor de la preeminencia del ojo. El oído pierde. Baja a segunda. No por nada, Nietzsche lo llamó el órgano del miedo y, de paso, escribió: A la luz el oído es menos necesario. Por eso el carácter de la música como un arte de la noche y la penumbra.

     Oír es conmoverse con lo lejano. Anota Angelo.

Dentro de la larga lista de nombres, sucesos y lugares cuidadosamente datados por Lafuente, destaca la figura de Josquin Desprez. Compositor franco/flamenco considerado como el primer maestro en música polifónica. ¿Por qué Desprez resalta de esta manera al interior del libro? Pues, por ser innegable su aporte a la música renacentista y por su destacada erudición. No son pocos los que reconocen su estilo como punto cúspide. Y su biografía como un asunto oscuro debido a los escasos detalles que de ella se tiene.

«En la intemperie, el canto del cielo, la música del mundo», el lector logra ―aún teniendo en cuenta la distancia que lo separa de quienes en el libro se menciona― conectar con aprensiones e inquietudes tan actuales como las de entonces. Esto, en gran medida, por lo que el propio Lafuente refiere al escribir que únicamente el ser humano es consciente de su finitud. Se consume la vela, las rosas se marchitan, el animal expira, pero el ser humano muere. Por lo mismo, quizás la vigencia de ciertas figuras que superan las restricciones de época. Lo efímero del heno, la experiencia vital como forma de peregrinaje, la música, entre todos, como el «mayor consuelo».

Pues bien, presentir algunos sonidos —concluye el autor— pensarlos, ordenarlos, proponerlos. ¿Con qué fin? Tal vez, para cuando el canto se convierta en luto hallar amparo en medio de los vaivenes del mundo.

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