LA CARNE DEL DIABLO
(del libro «Belial y otros engendros»)
“I have a body of a pig…”
EVP
“The Lord Of Death and Destroyer of Life will tonight take a sacrifice/ A sacred gift from you — his slave — the gift will be your blood/ You will with ecstatic pleasure give Him what you owe your life/ Commit a ritual suicide/ Give Him your life/ Give Him the sacrifice/ Tonight”.
Sacrifice, Aghast.
I
Don Cipriano
Secuencias del pasado. Retrospectivas de la mutilación. El «maestro» con los ojos más bellos del mundo trabajaba en una carnicería en el sector periférico de la ciudad. Sus poderosos brazos manipulaban los cuchillos con maestría y precisión. Los cortes eran certeros, mecánicos, y mientras lo observaba con asombro a través de la ventana, sus ojos parecían fulgir con un hálito de virtud, como si de un ser supremo se tratase.
Me obsesioné en la búsqueda de prolongar la materia y existencia a través de ciertas ceremonias e invocaciones. Gracias a mis pesquisas finalmente di con quién manejaba estos «asuntos». Fue difícil dar con él. Cada vez son menos. El dolor y la degradación de la materia a nivel personal, hace demasiado complejo encontrar maestros que se dediquen con devoción hacia estos; rituales oscuros de la carne.
Después de unas horas —y tras breves negociaciones con los de La Organización a la que represento—, el anciano salió en su silla de ruedas accediendo a mi encuentro. Fue una sorpresa verlo en esas condiciones. Se acercó y se presentó simplemente como «Cipriano». Si bien se movilizaba a duras penas en su silla, gracias a que tenía ambas piernas amputadas, me guio hacia la parte trasera de la carnicería; hacia el matadero, por un tramo que parecía el descenso mismo al averno; un camino costroso producto de la sangre derramada de años, con moscas que zumbaban frenéticas en la densidad del miasma, junto a animales faenados y colgados en sus respectivos ganchos. Me sentía incómodo, algo aterrado… no sabía qué esperar. Pero el viejo, al sentir mi temor, me dijo con dulzura: «tranquilo, hijo, no temas».
Entramos a una habitación. Las paredes de cholguán estaban revestidas con hojas de revistas viejas, la mayoría de mujeres y hombres en perspectivas de las cuales asumí como; pornográficas. Nunca había visto algo como aquello, no tenía la experiencia suficiente, y estaban allí; como agujeros negros devorando lo complejo e ilusorio de la carne.
Sobre una mesa, en una bandeja, se encontraba la cabeza de un cerdo. Era enorme, con la lengua colgando hacia un costado. El viejo se colocó junto a la mesa y tomó un cuchillo. Hizo cortes a la altura de la mejilla, sacando lonjas de grasa y nervios. La sonrisa del animal parecía crecer más y más, como burlándose del terror que sentía en aquel momento. Don Cipriano se llevaba con obscenidad los trozos a la boca, masticando con dificultad —pero con extremo deleite—, lo chicloso del pellejo del animal. Luego miró directo a mi alma con sus ojos hermosos y me pidió que me desnudara y arrodillara frente a él. Al parecer, iríamos directo al grano. Mi felicidad fue rotunda, todo indicaba mi aceptación como alumno e iniciado. Cortó otra lonja del cerdo y, con el mismo cuchillo, la metió en mi boca como si de una hostia consagrada se tratase. Al principio fue desagradable, la textura del puerco era difícil de masticar. Estuve a punto de escupirla toda, después de hacer arcadas con el amasijo de grasa y pelo, cuando un golpe en mi cara detuvo la acción. «¡Traga!», me dijo. «Traga toda la carne. Porque esta es la emancipación del diablo».
Acto seguido, tomó mi cabeza y metió su lengua en mi boca, de una manera que interpreté como iniciática y ritual.
II
El Recolector
De don Cipriano se pueden decir muchas cosas. Cosas terribles e inenarrables. En mis primeras indagaciones escuché que comenzó a perder el juicio a mediados de los setentas, cuando logró contactar con una entidad llamada: «El Recolector». Ahora, en que la carnicería había cerrado por motivos municipales, relacionados con la salubridad del local, deambula por el sector recolectando figuras de vírgenes o santos de yeso que hurta de las «animitas». Cuando llega a su hogar, ubicado en los callamperíos, los vecinos hacen muecas de repudio o simplemente se meten asustados a sus hogares, mientras avanza pesadamente en su silla de ruedas. El sector se había puesto peligroso. Sujetos extraños llegaban a vivir a los alrededores. En los noventas toda la manzana ya era un foco de delincuencia, narcotráfico y prostitución, pero don Cipriano ejercía cierta aura de aversión, por lo que prácticamente era intocable.
A lo largo del tiempo en que he permanecido junto a él, su fisonomía no había cambiado demasiado, desde aquella vez que recibí su bendición en el matadero de la carnicería. El rostro azotado por la locura seguía intacto. La barba andrajosa, entre blanquecina y amarillenta, se mantenía sucia y maloliente, pero sus ojos… sus ojos seguían siendo los más bellos de este planeta.
El anciano me ha dicho que hoy es un día especial. Que esta noche en particular, había llegado el momento de pasar de nivel, de mostrarme el modo de alcanzar cierto grado de; perpetuidad de la materia. Los astros eran propicios, y el portal —aunque él le llamó; «membrana»—, también. Por fin lograría presenciar el encuentro con ese ser y dejar algún vestigio de este procedimiento ya obsoleto. Los de La Organización, sin lugar a dudas, se sentirán orgullosos de mí.
Afuera el viento azota la casa de material ligero y se lamenta al pasar por entremedio de las calaminas dispuestas en el techo. A lo lejos, el aullido de los perros profetiza el horror. Casi puedo sentir el cansino andar de nuestro invitado, avanzando por los descampados y basurales de la zona periférica de la ciudad. Según don Cipriano, son bastantes años que no tratan sobre negocios. «¿Tan rápido pasa el tiempo?», se cuestiona el viejo un tanto nervioso, dentro del círculo hecho a base de figuras de yeso, «veladoras» e imágenes de La Santa Muerte, con sus respectivos sellos de amarre y protección.
Tocan la puerta, la abro y lo hago pasar. El sahumerio se densifica y los crucifijos se estremecen en la habitación. La enorme presencia entra arrastrando un costal pestilente junto a un maletín. Ni siquiera se cuestiona por mi presencia. Solo me ignora. Don Cipriano le ofrece algo de beber. Están mirándose mutuamente. Los ojos sublimes de mi maestro refulgen casi de manera antinatural. Alrededor de nosotros las siluetas se proyectan aterradoras en las paredes, a pesar de la paupérrima iluminación. El manto y la capucha del invitado parecen también interactuar de la situación, como si fuesen entes autónomos que se estiran hacia las esquinas, nutriéndose como sanguijuelas de las sombras.
El agua ardiente la toma de manera tosca, es repugnante. El líquido le chorrea por su mentón deslizándose por su corta y anormal mandíbula. Al echarse la capucha hacia atrás puedo ver la totalidad de su grotesca cabeza, similar a la de un cerdo en estado de pudrición. Admito que me sentí aterrado. No sabía si se trataba de una máscara o de su verdadero rostro. Trato de no pensar en ello y me enfoco en tomar notas del ritual. No puede escaparse ningún detalle.
Sobre el mesón deja un maletín, el cual don Cipriano conoce muy bien. Lo abre y saca diversos artilugios de dolorosas características. Aún no se decide, sus macabras formas lo hacen dudar…
Finalmente se inclina por el machete.
Don Cipriano se despoja de sus ropas. Después de todo este tiempo junto a él me percato que no solo sus piernas habían sido amputadas, sino que su cuerpo mostraba dolorosas laceraciones, como pedazos de piel sacadas de cuajo. Un mapa vivo de dolor esperando ser inmortalizado en mis escritos.
El viejo hace el torniquete y comienza con la dolorosa transacción: se decide por el brazo izquierdo. «¡Si, como seis años obtendré con este trueque!», dice eufórico. El primer intento es el más difícil, al quinto ya puede cortar el hueso. «¡Seis años! ¡De seguro mi brazo vale seis años!», insiste frenético.
Conforme lo pactado, la entidad recoge el maletín y su paga, guardándola en el costal. Bajo el umbral, la criatura lanza un repulsivo chillido —el cual asumí como una risa burlesca—, y con su mano derecha muestra solo cuatro dedos.
El ambiente se tranquiliza y las sombras vuelven a la normalidad. Para entonces, El Recolector ya había desaparecido.
Cuatro años. Cuatro años más de vida. Todo ese tiempo para esperarlo y continuar con mis estudios, hasta que no quede nada, nada con que el anciano pueda pagarle.