page-header

Relatos

La caravana llegó a mi pueblo

Este cuento forma parte de la antología “La infancia de los brujos” publicada por ediciones La Rana en la colección Fondo para las letras guanajuatenses 2023

Ambar Gallardo Jones

Suenan las trompetas, sus notas se adueñan del viento, distorsionan el cielo con su color amarillo cuando llega. No podemos hacer más que escondernos detrás de un Cristo y rezar para que no se lleve a nuestros hijos. El estruendo corrompe las ensoñaciones; todos se esconden de los cuatro vientos intentando que su cordura no huya, ansiando no sucumbir al delirio. No deben verla, no deben escucharla. Cuando la caravana llegue lo sabrán, narraba mi abuela cada noche a todos los habitantes del pueblo. La caravana despertaba los temores invocando el primer llanto, ese que se esconde en las entrañas, aquél que se negó a la vida. En mi pueblo estábamos condenados a ella. Hacía décadas que ninguno de nosotros había muerto, el tiempo se detuvo en ese páramo. Los relojes pararon un día del que ya no tengo memoria. Sólo recuerdo el silencio de los minuteros y la vejez que nunca llegó. En lugar de avanzar —como cuentan hace la historia a los inmortales— nos quedamos repitiendo días, sintiendo el hambre que sí nos dejaba experimentar este designio.
A pesar de los rezos que dirigimos a los cielos todo continuó inamovible. Como castigo por los antiguos crímenes, de los que no tenemos más pruebas que nuestro presente, llegaron las brujas y los demonios para endurecer nuestro semblante. Las risas de la noche venían de aquellas voladoras, sombras que bajaban de los cielos y picoteaban la tierra, envenenando hasta la última cosecha. Las tamboreadas bajo las rocas también se manifestaban a la caída del sol, un eterno vibrar en nuestros pies que llegó a destruir las chozas; apenas podíamos volver a erigirlas entre los estruendos.
—Son los demonios —me dijo una vez mi madre—. Saben que tenemos el castigo divino y sólo nos atormentan para que escojamos huir.
La caravana siempre ha existido, aun antes de que la maldición cayera sobre nuestros cuerpos; en las montañas más antiguas que rodean a nuestro pueblo, se alzan los murales que lo atestiguan. Pinturas de carretas tiradas por gigantes bestias, llevando criaturas parecidas a los hombres con sus manos hacia la luna. He recorrido con mi dedo su silueta, disfrazadas con máscaras rojas y cuernos. Algunas bailaban alrededor del fuego y sonreían de forma siniestra, otras se parecían más a nosotros, alargadas y tristes.
Después de la ausencia de la muerte, la amenaza de la caravana tomó fuerza: la gente comenzó a apostar por ella, pensando encontrar cobijo entre sus filas. Ese tiempo duró poco, la leyenda fue más fuerte. Mi abuela repetía que sus trompetas hieren al sol y abren el abismo del alma para que entren las sombras. Te seduce, sí. Tan sólo imaginar el baile eterno que se cuenta en los murales. No sabíamos la verdad, teníamos lo que construimos con nuestras historias.
—La belleza —narraba mi padre—. El placer de los sueños que esta vida no nos deja imaginar.
—Sólo es dolor extendido —lo callaba mi madre—, como el que ya nos sobrepasa. La danza de aquellos no tiene vida, por eso quieren la nuestra, para despojarnos de la única cosa que nos queda.
Tampoco debíamos observarla, tentar la vista aseguraba seguirla eternamente. El corazón se retorcía ante la idea de ser absorbido por esa herejía de máscaras salvajes. No podíamos hacer más que atarnos el alma para que no se volara muy lejos.
Aun con todos los antecedentes que nos hacían retroceder ante su llegada, la caravana se llevó a mi padre. Uno de esos años de sequía, cuando las brujas envenenaron las tierras, fue hipnotizado con el lejano sonido de las trompetas. Llegué de arar y me sorprendió ver el fogón abandonado, una cerveza a medio terminar y todas sus herramientas esparcidas por el suelo. El aire contenía un hedor a azufre. Las plantas que rodeaban nuestra casa se movían de manera extraña, retorciéndose sobre su propio tallo, expulsando un extraño designio que había pasado sobre ellas. Un escalofrío recorrió mis brazos desnudos. Me sentí habitado por extrañas presencias que distaban mucho de serme conocidas. Seguí sus pisadas hasta un camino llano, se confundían con el rastro de carretas y colosales pezuñas de toros. Las marcas de mis huellas apenas eran un minúsculo hueco a comparación de aquella sucesión.
Corrí hacia mi madre y le dije que mi padre había sido poseído por la caravana. Sus ojos se pusieron grises como nubes que profetizaban tormentas, preparó brebajes con las hierbas de curandera para que mi sangre se limpiara; haber pisado el camino de la caravana ataba mi alma a su infinito carromato.
Todas las noches recordaba a mi padre, como si la memoria fuera un castigo inherente a los hombres, persiguiéndonos con sus recuerdos, azotándonos con un látigo que traspasa el tiempo y hace todo tan presente. De extraña manera entendí su elección, aun sin saber si había sido libre albedrío o un secuestro. Imaginaba que no se había resistido después de escuchar sus trompetas. Ese seductor sonido, promesa de una buena vida o de una pronta muerte.
El miedo a la caravana desapareció en mí; nunca sentí furia ni deseo de venganza, tampoco me compadecí. Sólo nació con furor un extraño deseo, un delirio nocturno: bailaba con dioses de fuego, me convertía en uno de ellos y mi alma ardía elevada hacia el cielo. Esos sueños comenzaron después de la partida de mi padre; conforme pasaban los días sabía que la caravana regresaba. Sentía su movimiento acercándose. Compartí con mi madre las imágenes que ya no aparecían sólo de noche, también en la vigilia de los soles y la cotidianidad de mis quehaceres.
—Cuando vuelva, te ataremos a la silla detrás de un Cristo; taparemos tus oídos para que su música no corrompa lo que queda de tu alma.
Yo asentí inseguro. No quería partir de mi hogar, pero la curiosidad de ver al menos un poco, de escuchar nuevamente esa suave música, era una tentación que no dejaba de rondar mis pensamientos.
El día llegó poco después. Las inconfundibles trompetas de la caravana sonaron en todo el pueblo como el grito de la tierra. Estaba cerca, demasiado cerca de nuestros corazones. El suelo vibró y el viento se llenó de risas que venían del cielo. La tarde comenzó a oscurecerse con nubes grises, los únicos rayos de sol que quedaban se transformaron en un amarillo enfermo. Mi madre pidió suplicante que me sentara. Tardé en hacerlo pero accedí; rodeó mi tallo y mis brazos con una cuerda gruesa que me hizo leves raspones. Puso cera en mis oídos para que dejara de escuchar las ruines notas, pero aun con esa barrera sentía en la planta de mis pies la vibración de las bestias acercándose. Arrastró una cruz de madera, tan alta como ella, y la puso frente a mí, abrazándola con fuerza. Rezaba, pero yo no podía escucharla, sólo distinguía el movimiento de sus labios.
Poco recuerdo del tiempo que pasé atado, miraba por debajo de la puerta cómo desfilaban y saltaban las sombras. Eran hombres con cuernos, tocando instrumentos que tenían forma de huesos. Cuando mi madre quitó la pesada cuerda caí desfallecido a sus pies. Acarició mi cabello con sus dedos y permanecí acurrucado, logré sacar un fino llanto casi imperceptible en el silencio. Perdón, susurré para que no escuchara. A pesar de haberme contenido, ya tenía en mi corazón la marca de la caravana. Aunque no se escuchaba ni el leve rumor de sus carruajes, yo sabía que estaba esperándome, impaciente, en medio de la oscuridad. ¿Quién no caería rendido ante la seductora ensoñación que promete un mundo nuevo? Alejado de ese paraje de polvo, del hambre que nos mantiene al borde de los Cristos, de la sed que no permite del llanto más que su sonido.
Dormí entre temblores. Escuché un extraño susurro entre el canto de los grillos; en el sueño el sonido cobró sentido: era la voz de mi padre que me invitaba a bailar a su lado. Abrí los ojos y caminé fuera de casa, alcé mis brazos a la luna, quién me recibió palpitando con todas sus estrellas. A cada paso sentía en el pecho un movimiento de algo vivo, era mi corazón convirtiéndose en bestia, en la única forma para unirse a la caravana. Despojado de la antigua condición de humano.
Ni las cuerdas, ni la cera, ni los Cristos pudieron parar mis pasos. Vine aquí, a donde los mitos dicen que existe otra vida. Lejos de esa tierra.

 

 

 

Ambar Eugenia Gallardo Jones (2002), León Guanajuato, México.

Ha publicado cuento corto en la revista Bosquejos (2018), en la revista Penunmbria (2019); y en Los premios de literatura León (2023) donde obtuvo una mención honorífica con su obra Sobre las aves y los muertos. Fue parte de la séptima generación para las letras guanajuatenses en la categoría de cuento que impartió el escritor Imanol Caneyada, donde surgió la recopilación de cuentos La infancia de los brujos pronta a publicarse con Ediciones La rana. Ha publicado poesía en la revista digital Awita de chale y sacó su primer poemario Babel me cortó la lengua (2023) con la editorial desde el fuego.  Fue editora y columnista de la página web Ni que Fuera Política en el área de cultura y feminismo. Actualmente lleva a su cargo un taller literario para alumnos de bachillerato y es estudiante de letras españolas en la Universidad de Guanajuato.

Back to top of page