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Narrativa

LA BIBLIOTECA HUNDIDA (Fragmento de novela) de Rodrigo Ramos Bañados

1.

Aunque nunca manifestó interés por los libros y si lo sorprendí leyendo alguna vez fueron las páginas deportivas y policiales del diario La Estrella, mi vecino, conocido como el Culebra, levantó en el barrio la biblioteca más popular de ciudad –nunca las bibliotecas han sido populares-. Nos conocieron como la Biblioteca Chicha. Chicha por la gráfica flúor que importamos desde Tacna, Perú, la misma desplegada en las paredes a través de afiches para promocionar los conciertos de cumbia de Los Maravillosos.

Todo comenzó a finales de julio, en 2014, en medio de un asado.

El Culebra había llegado de Rio de Janeiro. Venía del Mundial de Brasil. Citó a sus amigos y amigas con el propósito de obsequiarnos camisetas del Barcelona firmadas por el mismísimo Alexis Sánchez. El Culebra no conocía a Alexis, pero sí a los amigos de éste de Tocopilla. El norte de Chile es un mundo pequeño de varias tribus de lo contrario no se sobrevive ni en el desierto ni en la selva decía el Culebra. En un momento, cuando bebíamos en torno a la parrilla que abrigaba a un rojizo costillar de cerdo, nos reveló su intención de hacer algo grandioso por el barrio, una obra social que trascendiera.

El Culebra después de apretarse con una esnifada, nos aclaró que no quería ser un filántropo de canchas deportivas y que para eso estaba la municipalidad. Quería transformarse en un filántropo de la cultura. Reí. Lo proyecté como una sofisticada figurilla cultural. Me pareció absurdo. No sabía si hablaba en broma o en serio. Habíamos bebido bastante. Con entusiasmo le contesté una estupidez con sentido.

La estupidez consistió en que construyera una biblioteca, pero una grande, que se notara, que fuera distinta a todo lo conocido y que refulgía como observatorio astronómico en medio de la espesa chatura del barrio. Dudó. Se imaginó la aburrida biblioteca de la ciudad. Luego pensé en su madre, la señora Charo, ya fallecida, quien aprendió a leer en una biblioteca pública leyendo el diario. Por su cabeza desfilaron varias imágenes. Mirándome a los ojos me respondió que la biblioteca debía parecerse al rancho Neverland  -que ninguno de los dos conocía, pero que sonaba bien-; a una torta de novios de tres pisos o al Ovni de ET. Hizo en el aire un dibujo con un dedo. Golpeó un vaso con un cuchillo y pidió un brindis por su biblioteca, “la más espectacular que no conozca el norte”, dijo con la parte tensa apuntando a la luna que se proyectaba en el cielo oscuro como la tapa del WC. La descripción coincidió con el luminoso equipo de música donde en ese momento brotaba una cumbia psicodélica de Los Wembler’s de Iquitos. Vi una biblioteca con vidrios polarizados y con luces de colores titilando de noche como árbol de pascua. Le mostré imágenes de mi celular. Lo mismo tenía en su mente: los edificios de El Alto, en Bolivia. Los galácticos cholets parecían robots Transformers.

El resto de los presentes brindó con desgano, como si se tratara de una mala broma del anfitrión. Quería bailar, tomar, comer, esnifar y culear. A ninguno parecía interesarle los libros, ni menos la lectura. Una chica que había ido por la falopa me dijo con entusiasmo que los libros eran bacanes. “Sí, son bacanes”, agregué como repitiendo un mantra. Luego la chica me sacó a bailar.

2.

No se nos ocurrió cuantificar el aporte cultural de la biblioteca para los vecinos y vecinas del barrio. No éramos políticos ni investigadores de la universidad. Puedo decir que queríamos lo mejor para nuestra gente desde la ética del barrio. Lo que podría parecer malo en otro sector, aquí no lo era. Simple.

Lo hermoso del proyecto es que los vecinos comenzaron a interesarse por autores como Roberto Bolaño, HP Lovecraft, Isabel Allende, Juan Podestá, Antonia Torres, Óscar Barrientos e Isaac Asimov, entre otros. Aparecieron lectores de otros puntos de la ciudad, algunos de gustos rebuscados si así podría llamarles a quienes buscaron libros de Thomas Pynchon. Cuando el dato ya estaba en movimiento llegaron de otras partes: antofagastinos, porteños, santiaguinos, piqueños, tacneños y cruceños. Todos motivados por la curiosidad que despertaba el edificio. Todos fotografiándose en algún rincón de la biblioteca a la que en el mejor de los casos califica de extravagante. Todos haciendo turismo miseria por las callejuelas del barrio.

Casi siempre cumplimos con los pedidos de los lectores. En el caso de Roberto Bolaño, llegamos a tener prestadas sesenta copias de Estrella Distante y casi un centenar de 2666. El dilema pasaba por la devolución de los libros. En términos económicos podríamos decir que hubo una inflación de libros en el barrio. Surgió una sección en la feria las pulgas con tranza de libros nuevos. Se cambiaron libros por droga.

Los libros comenzaron a cubrir un cerro del desierto, cerca del basural. Se habló del cementerio de libros. Eran restos de libros deshojados que parecían repollos amarillos por el sol. Resultaban muy fotogénicos, muy de red social.

3

La relación con los escritores fue buena con cierta excepción. El escritor X bajó del avión directo a la falopa. Firmó sus libros con los labios remarcados y ojos bovinos. No pudo dar una charla, a pesar que la sala estaba llena de estudiantes del liceo. La disculpa la entregó una semana después, vía mail, como reacción a lo que entendió como una amenaza. Después de saber el final de esta historia, el escritor X habló pestes de nosotros por las redes sociales. Nos trató de matones y narcos.

Nunca me consideré un matón pero a veces explotaba. En el mail le dije que no se viniera más a meter aquí ni pasara cerca (el resto me lo reservo).

Los escritores más conocidos parecían ignorantes de cómo se financiaba el asunto. Se hacían los huevones.

Disfrutaban del buen hotel. De la playa. De un día en Tacna. Luego los iba a buscar una Van. Les impresionaba la carretera bordeando el cerro amarillento. Unos recordaban al sicópata de Alto Hospicio. Otros que cualquiera puede desaparecer en medio del desierto. La periferia de la ciudad se les abría con hileras de casas y block de departamentos bien ordenados hasta los confines de los cerros, donde comenzaban los campamentos de los recién llegados del caribe. Los escritores firmaban sus libros y daban la conferencia. Luego un brindis. Se les trataba bien. Valoro la generosidad de los escritores hacia el barrio; la selfie amable y el abrazo. Parecían agradecidos. “Fue como estar en Mosul”, me djo uno que era periodista, con una sonrisa en la boca y la mirada buscando el reflejo de su imagen en el vidrio.

A los escritores menos conocidos, en cambio, les interesaba la organización del barrio. La supuesta autarquía narco del barrio. Los escritores menos conocidos interrogaban al público, a diferencia de los más conocidos que se dejaban llevar por interés hacia sus libros. Daría para largo describir las conferencias, algunas muy interesantes y otras lisa y llanamente olvidables.

Hasta el último minuto nos llegaron solicitudes de escritores que querían conocer la biblioteca. La mayoría eran escritores desconocidos. Me preguntaban por la beca. El rumor de que teníamos una beca se expandió velozmente por el mundo de la literatura. Teníamos dos becas. La beca mensual se llamaba “Charo López” y estaba destinada a las mejores lectoras. Consistía en un cajón con libros y cinco millones de pesos. La repartimos siete veces, una por mes.

La segunda beca se trataba de una residencia de un escritor en el barrio por un mes, con todos los gastos pagados más un sueldo. El propósito es que hiciera talleres y escribiera sobre nosotros. El resultado lo publicaremos en nuestra editorial Cholets. Lamentablemente no llegó a concretarse.

4

La prensa siempre dudó de nuestro centro cultural. Aceptarían un centro comercial u otra cosa de ese tipo, pero no una biblioteca con aires de discoteca. Según su lógica, lo normal para desarrollar la cultural sería un pequeña casa pintada por hippies con murales de motivos andinos. Al interior de la casa había un canasto con libros y cojines dispuestas para recostarse a leer o mirar el techo. En un momento del día ensayaba la batucada del barrio.

Recuerdo una columna.

Para el columnista la única posibilidad de invertir en el barrio era en centros de rehabilitación de drogas y alcohol. Pero iba más allá en el texto. Un centro comercial no resistiría aquí. Sería saqueado. Una biblioteca era innecesaria, insistía el columnista. Los libros, a su juicio, deberían estar donde se los valorara. Necesario en el barrio era un centro de capacitación para formar guardias de seguridad y técnicos para la minería. Mejor si era bajo un régimen católico como el salesiano, con un lema como éste: “buenos cristianos y honestos ciudadanos”. Por supuesto que le contesté al columnista a través de su mail. No volvió a escribir sobre nosotros.

Nadie saqueó nuestra biblioteca. El robo hormiga lo detectamos después. Hubo drogadictos que robaron libros costosos, como los de arte y hip hop, para venderlos en los alrededores de la universidad. En un momento los libros adquieren valor en el mercado de drogas del barrio. A modo de ejemplo: un libro Taschen era cambiado por dos dosis de cocaína. Un libro Anagrama en buen estado valía una dosis.

El Mercurio de Santiago escribió que en el norte de Chile construían la biblioteca más exótica del país. Lo primero que me vino a la mente con el adjetivo exótico fue un pavo real. Entonces éramos la biblioteca Pavo Real. Pensaba que había sido un error tanta publicidad a la biblioteca cuando una mujer me alertó que la perseguía un perro. Con unas piedras espanté al perro. La mujer ni siquiera me dio las gracias.

En adelante el diario La Estrella se interesó en nosotros, pero con cautela. Publicaron una crónica referente a que la feria de las pulgas era el mejor lugar para comprar libros sofisticados en la ciudad. En la foto aparecían los libros Todo Mafalda de Quino y al lado, Limonov de Carrére.

―Dónde están los lectores de esos libros― se preguntó un locutor de una radio, después de leer el periódico. Pensé en la mujer a quien le espanté el perro. La imaginé echada sobre el sofá de su casa leyendo a Houllebecq mientras debajo del reloj de pared, que avanzaba lentamente, unos niños cuchareaban los restos de comida china desde un envase de aluminio.

Nos faltó tacto con la prensa. Quizás debimos invitarlos a una cena en un restorán de moda, con barra libre. Quizás debimos entregar bolsitas con alita de mosca a los periodistas para hacerlos cómplices. Para ellos no fuimos más que eso: la biblioteca alita de mosca.

5.

He pensado que el Culebra no debió construir la biblioteca. Un par de canchas de fútbol para el barrio como la hacía Pablito Escobar y era. Una biblioteca, en un lugar como el nuestro, levantó sospechas en la élite de la ciudad. Los libros no debían estar a disposición de delincuentes ni menos distribuidos al interior de una biblioteca que parecía un chabacano casino de juegos de Tacna. Una biblioteca y su aburrimiento no consiguió estimular a nuestra gente. El mismo silencioso aburrimiento por alguna razón le gustaba a la elite. Iban a la biblioteca oficial a evadirse; a no sentir; quizás a mirarse en el espejo o a hacer un alto en su vida lineal y aburrida de trabajo. Era necesario quizás para el prestigio cultural de la ciudad mantener esa biblioteca llena de libros que no se leían. Una cuestión de vanidad en definitiva. Imagino los rostros de la elite cuando supieron que los delincuentes leían a Umberto Eco en esa biblioteca chicharra de barrio. Llegaron a cuentagotas a comprobar el fenómeno. Todos disfrazados de personas de acá. Fue fácil distinguirlos.

Transcurrió medio año del cierre.

Qué pasará con la biblioteca. La pregunta es recurrente. No sé, respondo cuando ando de buen humor. He pasado periodos pesimistas respecto al futuro de la biblioteca, pero tengo esperanza de que esos inolvidables meses se repitan. Esta vez quizás me acompañe Travolta, aunque lo más probable es que lleguen otras personas, del gobierno o una fundación cultural, a hacerse cargo del edificio.

El rumor es que la biblioteca se transformará en un centro comercial. Esa idea le gusta al resto de la ciudad, pero no al barrio. Imagino al edificio albergando un supermercado, un patio de comidas y un pequeño casino de juegos. El abandono del edificio nos alimenta la imaginación. Por un lado es algo bueno, porque te libera del presente.

6.

La amistad con el Culebra partió el año 1988. El año en que el Culebra no siguió estudiando. Era agosto y repetiría de curso. Ambos cursábamos primero medio en el Liceo Luis Cruz Martínez. Como dato, el 1% de los egresados de ese liceo continuaba estudios. Puedo considerarme de ese 1%.

En la casa de el Culebra no armaron escándalo. Entendieron que se ganaría la vida de otra manera. La educación estaba en la casa, en las calles del barrio o en las conversaciones con los amigos de su padre. Su padre, a quien yo le decía tío, estaba preso. La tía Charo había fallecido después de un tratamiento contra el cáncer que iba y regresaba como una plaga de cucarachas. Por esos días el Culebra vivía con una prima de su padre que llegaba durante la tarde a la casa. No se llevaban bien. Ella lo trataba de invadir con su creencia pentecostal.

No era un buen momento familiar para el Culebra. Estaba solo, pero tomaba sus decisiones. Y eso lo hacía diferente. Por mi parte, dependía de mi madre.

La relación de vecinos y amigos continuó de manera normal por ese tiempo. El siempre andaba con dinero. El Culebra era generoso. Por las tardes iba a mi casa. Mi madre, que se compadecía de él, le ofrecía cenar. Se llevaban bien. El Culebra comía todo lo que mi madre le servía.

Después de la cena nos íbamos a su casa a grabar música de la radio. Su equipo de música, marca Kenwood, era tres veces más potente que mi radio Sanyo. Le gustaban Los Prisioneros. En su habitación había un póster de Claudio Narea. Años más tarde, Narea tocó afuera de la biblioteca y agradeció al Culebra, en nombre de todos los músicos del rock chileno, por promover la cultura en esa población abandonada.

Nos separaban siete casas, o más bien unos 50 metros. Por ese entonces la pasta base podía olerse en los rincones del barrio. Ni tan cerca de dónde vivíamos, pero siempre estaba ahí con su aroma a plástico quemado marcando el territorio.

El barrio crecía porque abajo la ciudad también crecía. Los nuevos proyectos inmobiliarios ocuparon el espacio que dejamos en la ciudad. Nos desalojaron con violencia. Nos subieron a los camiones de los milicos y nos lanzaron al barrio, cuando casi era un peladero. Crecimos con el barrio. Nos extendimos hasta escalar los cerros. Nos dividieron en El Esfuerzo 1 y El Esfuerzo 2. Lo de “esfuerzo” nos daba risas pues nos hacía sentir como unos esforzados adolescentes. Lo de Esfuerzo, en todo caso, era mucho mejor que Cerro Chuño, Luis Cruz Martínez o El Boro.

A fin de año el tío regresó al barrio. Salió decidido a transformarse en un narcotraficante invisible, aunque ya lo fuera. Lo mejor del tío era su austeridad. Siempre haciendo sus negocios en su casa y con una camioneta vieja. O eso quisimos ver. En Santa Cruz de la Sierra era otra persona.

Después de la cárcel el tío se interesó en que el Culebra aprendiera el oficio. Paso a paso. Los amigos del tío comenzaron a ser los amigos del Culebra.

Así terminamos el año 1988; un año que podría calificarse de bastante esfuerzo.

7.

En el año 1989 llegaron las campañas políticas.

La gente del barrio se ordenó como de izquierda o de derecha. La mayoría parecía de izquierda. Así lo demostraban las barricadas en las calles. Los narcos de la marihuana eran de izquierda. Recuerdo las canciones de Sol y Lluvia y el aroma a pitito. No les iba mal. La pasta base, en cambio, se había puesto de moda, y con éste se hacía popular las palabras “fumón” y “angustiado”. El fumón o angustiado era un adicto que se caracterizaba por su delgadez, tez cerosa y mirada de caprino. Siempre estaba juntando monedas para seguir fumando. Y si no encontraba las monedas se ponía a “colgar”, que era asaltar al más débil que se le cruzara en el camino.

Ser de derecha en ese entonces era ser partidario de Pinochet. Nadie tenía muy claro que sucedería después de Pinochet. El tío decía que volveríamos a las largas filas para conseguir alimentos. En el fondo el tío no quería que le cambiaran las reglas. Conocía a las autoridades. En el barrio pensaban que el tío era de Pinochet porque vendía cocaína. Mi madre decía que el tío era amigo de los CNI. Siempre había que tener algún amigo en la CNI, afirmaba mi madre, como si estos fueran los ángeles custodios. De repente aparecían por aquí con fines recreacionales. Una vecina, por ejemplo, era amante de un ceneta. Nosotros éramos amigos de Carol, la hija de puta de los cenetas, como le decían a su mamá. Carol fue la primera chica que besé. Era linda como su madre. El ceneta nos saludaba. Una vez me regaló una bala. Quedé feliz. Mi mamá nunca creyó que esa bala, la que después la puse en un collar, había sido obsequio del CNI, sino que la había encontrado en la casa.

Con mi vecino estábamos más preocupados por las clasificatorias donde Chile debía ganarle a Brasil para clasificar a Italia 90. Cosa imposible. Había equipo, repetían en la radio. Teníamos al Cóndor Rojas, el mejor arquero que vi en mi vida.

Mi madre era de Pinochet. Sentía pena porque su presidente que había rescatado al país de los comunistas se iba, y por consiguiente regresarían los comunistas. Yo, en cambio, me adscribía a la mayoría, es decir: que se fuera Pinochet. Los destinos de Chile nunca me interesaron demasiado. Ya vivir en el barrio, en la periferia de una ciudad que a la vez era la periferia del país me hacía sentir extraño. Nos quedaba más cerca Perú y Bolivia que Santiago.

8.

Con el tiempo uní cabos y deduje que el tío fue chantajeado por la CNI. Los cenetas visitaban al tío. De ahí las habladurías que el tío era soplón de la CNI. Los cenetas perseguían la marihuana, pero no la cocaína. El olor a marihuana los llevaba donde los comunistas, decían. El tío entraba y salía de la cárcel con mucha facilidad en ese tiempo.

El tío cuando bebía contaba anécdotas. Bebía poco. Lo hacía en los cumpleños. Contó que se deshizo de un burrero, en el altiplano. Me estaba congelando esperando una carga y apareció este indio desgraciado. Me abrigó. Descansamos un rato. Me confesó que llevaba droga. Que estaba arrepentido de llevar droga. Debía dejarla cerca de Pozo Almonte. Le dije que era un turista. Que me había perdido. De madrugada caminamos. Llegamos a un barranco. Vi la oportunidad y lo empujé. Rescaté la droga y lo dejé tirado. Tuvo mala suerte.

Otra vez relató que un amigo de la CNI lo invitó a reconocer a unos detenidos. No aceptó. Después tuvo que soportar las represalias. Los cenetas le robaron droga. Luego le pegaron. Los amigos del tío eran de códigos. No se delataban. Borrachos se insultaban, pero después de la fiesta, se iban a comer algún mariscal al desayuno con la última cerveza para componer el cuerpo. Quedaban como amigos.

Lo más triste de 1989 fue cuando al Cóndor Rojas le tiraron la bengala en el Maracaná. Eso quisimos creer. Odiamos a los brasileños. Ese domingo fue la primera vez que nos emborrachamos con mi vecino. Nos bebimos una botella de pisco con forma de Moai. Luego fuimos a apedrear una botillería atendida por un brasileño.

Con el tiempo supe que los amigos del tío sembraron al barrio y los alrededores de pasta base bajo el amparo de la CNI. El propósito era terminar con los narcos de la marihuana.

9.

Nuestro barrio llegó a la democracia con la pasta base hasta el cuello. Quienes antes caminaban con la vista al frente, ahora lo hacían mirando hacia abajo como polluelos buscando restos de maíz para picar. A veces tenían suerte y hallaban los restos de cigarrillos que al encenderlos, les devolvía el placentero segundo de la cosquilla en el estómago.

La pasta base nos había tomado como una glaciación. Era el único placer barato al que algunos tenían acceso. Mejor que el sexo, repetía un fumón.

El barrio había comenzado a expandirse hacia los costados con las casas pegoteadas a medio terminar que entregaba el gobierno. A veces el terreno aflojaba y las casas comenzaban a hundirse. Detrás de las casas el tejido de las tomas de terreno o campamentos comenzaba a crecer sobre el disparejo suelo arenoso y se zambullía en las quebradas. Sólo había espacio para improvisadas canchas de fútbol.

Aunque Alemania había ganado el mundial, para nosotros los verdaderos campeones eran Maradona y Caniggia. Gritamos con el alma el gol de Caniggia contra los brasileños. Fue la mejor venganza contra los mismos que habían obligado a mentir a nuestro Cóndor Rojas ensangrentado que como Cristo pagó por todos nuestros pecados.

Al póster de Claudio Narea, mi vecino le sumó uno de Maradona. Yo le regalé el de Caniggia. Después del Mundial se llevaron preso al tío. Fue por dos meses. Esa vez fue por receptación de unos relojes de lujo. Los cenetas ya no lo protegían.

Fue en ese tiempo que nos distanciamos con el Culebra. No fue por amistad sino por mis estudios. Me motivaba ir a la universidad. Salir del barrio. Conocer otro país.

La Navidad la pasamos juntos. El tío se las arregló para enviarle una cadena de oro y un santo de yeso de casi dos metros para que pusiera fuera de la casa. San Lorenzo de Tarapacá o el Lolo, el santo vengativo de los borrachos y los mineros, a quien si no le cumplen las promesas quema las casas, quedó protegiendo al Culebra. La casa del Culebra crecía hacia arriba como un castillo. En ese momento la casa tenía tres pisos. Después el tío compró la casa contigua. Así fue levantando hasta llegar a los cinco pisos. Arriba, en el techo, luego el tío puso la figura de un cóndor de bronce gigante. Tengo una foto cuando con una grúa levantaron al cóndor.

El Culebra le rezaba al Lolo para que saliera de la cárcel. Mi madre acompañó al Culebra con velas y rezos. Yo no creía. Para mi era un mono de yeso aunque a veces dudaba más bien por temor a la represalia del Lolo. Al Culebra le incomodaba ir a la cárcel. A mi también. Para nadie es grato ir a la cárcel. No me gustaba el aroma del lugar. Era una mezcla entre muchos olores a transpiración y a comida. La vez que fui el tío me ofreció torta. No me dieron ganas de comer, pero lo hice. Me presentó a sus amigos y a algunos gendarmes.

Llegué a la casa a ducharme. Quería sacarme el aroma.  El Lolo hizo el milagro. Fue un gran milagro. El tío hasta su muerte no regresó más a la cárcel.

10.

En 1991 mi madre construyó un doble techo para guardar las joyas que le vendían. En esos días los angustiados iban casa por casa como los testigos de Jehová, ofreciendo alhajas de oro robadas en otros sectores de la ciudad. Los angustiados, por lo menos en esa época, respetaban a la gente del barrio. Mi mamá compraba las joyas. Decía que era ahorros para los tiempos de vacas flacas que vendrían con los comunistas. Varias veces la encontré contemplando las joyas, tocándolas. Le gustaba el oro. Alguna vez dudé si mi mamá vendía pasta también.

Cuando salió el tío de la cárcel, celebró con una gran fiesta. Participó casi todo el pasaje. Cerramos la calle. Los vecinos bebieron y comieron. Todo gratis. Todo gracias a San Lorenzo. Faltó una familia. Esa familia a unos metros sacó los parlantes a la calle y armó una pequeña fiesta. Envidia, quisimos creer.  Unas semanas después esa familia celebró un bautizo. Llevaron a un grupo de cumbia de moda. Todos participamos a excepción del tío y el Culebra. Por esos días el tío y el Culebra viajaron a Santa Cruz de la Sierra.

Fue el primer viaje del Culebra a Bolivia. Cuando regresó me dijo que acompañaría a su padre, en el verano, a  su nuevo departamento en Santa Cruz de la Sierra. Describió el departamento como grande, moderno y con jacuzzi. Me explicó lo que era un jacuzzi. Me sentí dentro del jacuzzi con Sabrina. El Culebra me habló con entusiasmo de las panteras y del barrio Equipetrol. Era una imagen distinta a la que conocía de Bolivia. Bolivia me lo imaginaba como un país atrasado detrás de la cordillera, lleno de indígenas que vivían entre llamas cultivando coca. Y que nos odiaban por haberles quitado el mar.

El Culebra sonrió cuando le conté que me masturbaba imaginando a las panteras. Su padre ya lo llevaba a los prostíbulos. Me contó que había tenido sexo con dos mujeres en Bolivia. Me invitó a Santa Cruz de la Sierra.

En esos días la casa de la familia que hizo la fiesta se incendió hasta quedar en cenizas. Fallecieron dos personas. El fuego alcanzó a una casa vecina donde murió otra persona. Los bomberos llegaron tarde. Quisimos creer que el incendio fue castigo de San Lorenzo por una promesa no cumplida.

11.

El viaje a Santa Cruz de la Sierra me confirmó la evolución del Culebra.

A la frontera con Bolivia llegamos de madrugada. De aquellas horas de congelamiento y puna, recuerdo la serenidad de unas cholas viejas que mantenían sus pies a la intemperie. La temperatura bordeaba los 0 grados. Las cholas permanecían afuera del puesto fronterizo chileno quizás esperando que le regresaran sus documentos. Se quejaban porque los policías chilenos le rompieron unas bolsas plásticas con mercadería diversa. Un policía nos pidió un cigarro. Nos habló que le faltaban dos días para el descanso. Nos confesó que a la frontera mandaban a los pacos castigados. Que era el peor lugar donde había estado. Demasiado frío. A veces no tenían calefacción. La comida era mala. Quizás qué error cometieron para estar en ese lugar. Le dejamos una cajetilla de cigarros.

A unos kilómetros de ahí, quizás una camioneta todo terreno cargada de droga pasaba hacia Chile por un paso improvisado.

La policía no nos revisó. En la aduana boliviana nos timbraron con desgano un papel. Nunca había salido del país, ni siquiera de la ciudad. Todo lo que veía me parecía extraordinario, incluso el apunamiento. Vino un interminable camino de tierra serpenteando cerros, volcanes, salares, lagunas y pueblos grises que no parecían tener habitantes. Parecía otro planeta.

Después de una inquietante laguna, surgió Oruro, con su color ladrillo, y su forma extraña de ciudad marciana. Me fijé en unos edificios de tres pisos, puntiagudos como cohetes atrofiados y de vidrios polarazidos. Luego estos nos inspirarían para la biblioteca. Bebimos unos jugos de fruta cerca de una plaza. El tío hizo unas llamadas telefónicas y continuamos. Compramos comida en la calle. El Culebra remedó una arcada. La punta de hambre, insistió el tío. Tenía hambre. Así que comí la fritanga sobre un papel. No estaba mal.

La selva comenzó en la cercanía de Cochabamba. Nunca había visto algo así. Árboles que cubrían cerros. Imaginaba que en el interior había un mundo de insectos y culebras de todos los tamaños. Avanzamos por curvas. Por la ventana abierta sentimos el eructo cálido de la selva y el sonido de aves extrañas. La ciudad nos pareció más amable que Oruro. En Cochabamba se podía respirar de manera normal. Almorzamos un caldo de pollo. Luego caminamos por el centro y dimos con una avenida. A un costado de la avenida encontramos un hotel de vidrios polarizados. En la televisión repetían el carnaval de Oruro y una serie de nombres de familias.

El tío llegó de madrugada medio borracho. Sus ronquidos de porcino se escucharon en todo el piso. No dormí bien. Me sentía inseguro. Pensaba que podía aparecer un asesino por la ventana del baño y degollarnos con una navaja.  El miedo tenía su origen en un cartel de jóvenes desaparecidos. El tío nos explicó con la naturalidad de un conductor de noticiero, que se trataba de mafias brasileñas que traficaban órganos. Los órganos se vendían en Brasil. Al parecer tres bolivianos pobres e ignorantes de la selva valían la vida de un brasileño adinerado. Al Culebra no pareció inquietarle la historia. Lo de los órganos me perturbó. En policía parecía que todo fuera una farsa hasta la misma policía. Si pagabas, pasabas. Con dinero todo pasaba en Sudamérica.

El tío nos explicó que en Cochabamba había personas de todo el mundo. No era un lugar demasiado turístico, pero parecía bueno para los negocios ilegales. Escuchamos idiomas extraños. Después supe que eran lenguas de Europa del este. “Observen y saquen sus propias conclusiones”, nos espetó el tío.

Hasta el momento no había conocido ningún boliviano. No había tenido tiempo para entablar una conversación. En el hotel conversé un poco con un botón. Bromeó del fútbol. Con más confianza me aclaró que no le tenía bronca a los chilenos, y que eso era de los viejos. Y que desde Cochabamba hasta Santa Cruz sólo importaba Brasil.

De madrugada partimos a Santa Cruz de la Sierra. En el camino vimos mariposas gigantes y sentí aromas nuevos. La tierra, cada vez más roja, olía a sopa de pollo. A ratos la vegetación parecía tragarse la carretera. El tío puso la música de la película La Misión. El Culebra manejaba. El tío, a su lado, le comentaba que por ningún motivo se detuviera en algún control policial. A veces los policías no eran tales. El tío durmió un rato. El Culebra intentó detenerse para orinar. El tío despertó al momento que sintió que el ritmo del motor se reducía. No habíamos visto a ningún policía en el camino. El tío siguió con el relato de los asaltos. Miramos alrededor y no había nadie entre los árboles. Imaginé que entre los algodones verdes podían brotar unos pelucones asaltantes de guayaberas y sables. El tío nos mostró la pistola que había conseguido en Cochabamba. Nos aclaró que era para una situación de emergencia. Su mirada me pareció similar a la de un mafioso de una película de Brian de Palma. Al tío le gustaba mantener la tensión y, de paso, verme medio asustado. La pistola le fue indiferente al Culebra.

Nos detuvimos.

Orinamos ante la mirada de un pequeño mono curioso sobre un árbol. Nunca había visto un mono.

―¡Dispárale!― gritó el tío.

Me pasó el fierro y dijo, entre risas, que su destino y el de su hijo quedaban en mis manos. No se me pasó por la cabeza quebrarlos. Me habría quedado con la camioneta y el dinero que tenía el tío. Luego me habría sumergido en la selva. El pequeño mono seguía esperando por mi decisión. En esos segundos decidí que no era ni quería ser un pistolero y menos que mi destino fuera acribillar monos. El Culebra, en cambio, ya lo había decidido. Noté que se sentía como un pistolero. El podía ser capaz de disparar. Agarró el fierro y apuntó al mono. Disparó. La pistola no tenía balas. El tío le pegó un manotazo en la cabeza y lo insultó. El Culebra encogió sus hombros. Nos subimos al vehículo en silencio y continuamos el viaje. Nadie habló por varias horas.

La selva pasó a llano y aparecieron vacas blancas y jorobadas. Vacas y más vacas. El tío comenzó a preguntarnos por personajes de la película El Padrino y Caracortada. Me saqué un siete en el interrogatorio. Lo que más le gustó fue cuando le conté que el actor que interpretó a Luca Brasi realmente había sido un sicario. Mi madre era experta en El Padrino. Ella me había contado. El Culebra sólo contestó de Caracortada. El Padrino le había aburrido.

A Santa Cruz de la Sierra arribamos a mediodía. El tío nos comentó que Santa Cruz era como estar en Brasil y que las mujeres eran tan bellas como las brasileñas. Había monumentos en todas las avenidas. Me llamó la atención el monumento a un corredor de autos. Por todos lados había árboles y un pasto breve que parecía musgo. Noté que las hormigas eran gigantes. El color ladrillo predominaba en las casas y edificios. Al igual que el resto de Bolivia, los autos no respetaban nada ni a nadie. A diferencia de Cochabamba, aquí había más autos y más caos. Se notaba que había dinero. El tío manejaba lento hasta que llegamos a nuestro destino.

El departamento era tal como lo había imaginado. El jacuzzi cubría la mitad del baño. Había un refrigerador lleno de cerveza. El tío nos explicó su plan mientras cenábamos. Nos quedaríamos cinco días en el departamento con una tarjeta de crédito a nuestra disposición. El aparecería el sexto día. En el séptimo día, que sería un martes, nos regresaríamos por el mismo camino. Nos compró una pizza para el desayuno y se fue a hacer sus negocios.

Al otro día conocí a las panteras.

12.

Trinidad se había acercado. Entendí que su aparición no había sido coincidencia.

Fue en el zoológico, de las panteras. Ella se ofreció gentilmente a sacarnos una foto. En la foto aparecemos abrazados como los grandes amigos que fuimos. La foto la conversé enmarcada en mi habitación por varios años.

Trinidad como una espontánea guía turística nos acompañó en el resto del recorrido por el zoológico. Fue un paseo lento, donde me dediqué a contemplar a los privilegiados perezosos que podían pasarse la vida durmiendo entrelazados en un árbol, sin comunicarse, sin hablar de sus problemas.

Trinidad nos trasladó en su Volvo a su departamento. Condujo con la experiencia de años inmersa en el caótico tránsito de la ciudad. En cada momento, y con orgullo, destacaba el dibujo de anillos de Santa Cruz y el supuesto orden de la ciudad. Mientras avanzábamos pensaba en la posibilidad de quedarme para siempre acá y volverme un extraño. Trinidad podía tener diez años más que nosotros y haber sido otra persona, en otro lado, pero estaba ahí, frente a nosotros, con un vestuario sofisticado a pesar del calor pegajoso. Esa vez nos preguntó detalles del funcionamiento del departamento como si ya lo conociera. El Culebra me dijo que era amiga de su padre.

Al otro día nos sumamos a los amigos de Trinidad. Vivía cerca de Equipetrol, que en ese momento era un barrio cool. Se presentó como Álvaro y presumía que pronto le llegaría una moto BMW. Desde la boca de Álvaro, la vida en Santa Cruz parecía fácil y hermosa. Era reiterativo con el carnaval, la comparsa y de qué manera se vestiría para la fiesta. Parecía el evento del año.

Pensé que el Culebra podía tener su moto BMW o presumir otras cosas, pero no le interesaba. A su padre tampoco, por lo menos en Chile. Una vez me dijo que para él la vida consistía en estar en el barrio, construir desde ahí y no moverse más. Las bravuconadas de Álvaro con el dinero de sus padres le molestaron a mi amigo hasta enrabiarlo.

La segunda noche fuimos a un bar tipo karaoke. Álvaro iba y venía del baño. Sus gestos eran los clásicos de una buenas esnifadas de falopa. El tío no nos había dicho nada de la cocaína. Álvaro dijo que si algún dealer notaba nuestro acento seguro que le echaban veneno. Al Culebra después lo vi meterse coca. Esa noche él me vio. Me aceleré como nunca antes. Podía seguir bebiendo como si nada. Fue extraordinario.

A medianoche el Culebra salió del bar. No tenía claro qué hacer si se me perdía o viceversa. A esas alturas no sabía dónde andaba el tío. Después nos dijo que viajó a una hacienda cerca de la frontera con Brasil. Culebra llegó al bar después de media hora. Estaba molesto. Le pedía otro Chuflay. Y otro. Yo disfrutaba cantando. Cuando Álvaro le dio la mano para despedirse, el Culebra lo escupió en su camisa Tommy Hilfiger.

No hablamos más esa noche. Cerró con fuerza la puerta de su habitación. Al no poder dormir, me bebí lo que quedaba del frigobar. Luego intenté hacerme una paja. Al otro día no hablamos de lo que sucedió. Le propuse ir a ver un partido de Oriente Petrolero. Esa noche decidimos ir a un pub donde tocaran rock en vivo.

13.

Sobre el carácter de mi amigo puedo decir que en su niñez y adolescencia se mostró como una persona introvertida. Reaccionaba violentamente si era blanco de bromas y burlas por su nariz chueca que derivó en el nombre de su apodo: El Culebra. Se ganó el respeto a pesar de su estatura. El dinero le dio seguridad, aunque se sentía incómodo cuando interactuaba con personas de mejor prosapia. Entró al poderoso gremio de los constructores. Un gremio orgulloso del origen de sus socios, en su mayoría personas que habían comenzado desde abajo. Un gremio machista con bellas promotoras y camionetas gigantes. Un gremio que se fue a pelea con las grandes inmobiliarias provenientes de Santiago. Disputa donde cabían los amenazas, incendios y calumnias. Culebra alcanzó la presencia del gremio. Y eso le dio cierto reconocimiento en la ciudad.

14.

La idea de llevarme a Santa Cruz de la Sierra no fue del Culebra, sino de su padre. “Gracias por cuidar a mi indio… no habla mucho pero no es tonto, siempre está vivo a la jugada”, me dijo el tío, ya de vuelta, cuando orinábamos al lado de unas vacas.

El tío varias veces trató de indio al Culebra. El tío no tenía rasgos andinos, a diferencia de la señora “Charo”, que había nacido en Huara. Al Culebra no le molestaba que su padre le llamara indio. Parecía acostumbrado. Nunca vi faltarle el respeto a su padre. Siempre hablaba de éste con admiración. “Los indios son buenos para los negocios. El barrio está lleno de almacenes bolivianos. Son como los chinos, o sea, calladitos, no gastan mucho y son buenos para los números. Lo mejor es que los bolivianos no se drogan, pero  fabrican la droga y nos becan, como a mí, un becado de Bolivia”. La voz del tío emulaba a Joe Pesci como Tony DeVito.

Rodrigo Ramos Bañados, Antofagasta, 1973. Es periodista y narrador. Ha publicado las novelas Alto Hospicio, Namazu, Pinochet Boy, Ciudad Berraca y La polka del perro, y los libros de crónicas Matute y Tropitambo. Es parte del colectivo de Pueblos Abandonados.

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