Un viaje por fuera del sendero: Tardío, de Juan Malebrán
Más allá de la lírica y la épica, hay otro género que se me ocurre que bien puede vindicarse como uno de los más genuinos y primordialmente poéticos. Digámoslo así: son textos que desean ser guías de lectura de algo que está fuera de ellos (el mundo, acaso), y que como tales, deberían ser interpretados -y hasta vividos- para su real comprensión. Sería interesante llamarles textos sagrados (pienso en la Torah, el Corán), si es que no cupieran aquí también ciertos textos del gnosticismo, los manuales alquímicos que tan solo incluían breves lemas para acompañar imágenes, los extensos textos de magia y demonología, etc. Para acercarme a lo que quiero decir, se trata de escritos en clave que en sí mismos se proponen como claves, registros opacos de lo que el mundo desearía ocultar de sí mismo.
Una de las características de estos escritos es el no dar cuenta de su objeto último, difuminar cualquier posible definición específica de sobre qué trata a través de abismos de imágenes o derivas injustificadas en su argumentación. Desde este lugar, en que la escritura se expone a sí misma como guardiana, puedo leer mejor Tardío (Iquique: Navaja, 2023), quinto libro de poesía de Juan Malebrán (Iquique, 1979), texto que había ganado el Premio Internacional Manuel Acuña de 2019.
No es nuevo el tema del viaje en la literatura de Malebrán, y acaso tampoco en el modo en que ha construido su lugar en el ámbito de la escritura chilena y boliviana; es un tema que se puede ver también en Tardío. Pero esto es simple de decir. Acá el autor más bien parece traernos a un momento del viaje: al momento en que no se está viajando, al reposo, a la pausa, el momento de la reflexión. Esta reflexión es sobre el viaje mismo, sobre el hecho puro de la distancia como espacio intervenido por el movimiento:
ANTES DE TENSAR la goma y calcular la
distancia entre uno y el hundimiento de la
piedra pensemos en un niño al descubrir
la cadencia en el retroceso de las olas en la
púa del erizo entre las algas del coral y en
la soltura de dos hermanos que practican
muay thai sobre un campo de margaritas
pensemos en la porfía de quien promueve
su propio tropiezo su propia zancadilla y
en un parapentista que en la masa térmica
ajusta con total pericia los binoculares
en el cinto de su arnés pensemos en las
golondrinas ensayando un vuelo errático
en apariencia o en un cactus a punto de
florecer sin inmutarse siquiera pensemos
en quienes aseguran que la puntería es un
asunto secundario cuando lo importante es
la brisa apenas perceptible que interviene y
desenfoca el blanco pensemos en ello o en
algo parecido en un pescador por ejemplo
en la lienza enrollada en su tarro y en toda
la bruma del lago por delante
(p. 11)
Se trata de comprender desde la mirada, esto es, el sentido que precisamente nos entrega de manera más patente la percepción de distancia. La deriva de imágenes en este, el primer poema del libro, parece dar cuenta de un aprendizaje sobre la diferencia de dimensiones y ámbitos que es fruto del sendero ya recorrido. En los poemas de esta primera sección (margen de error) se nos va entregando el cruce entre la posible percepción honda del mundo y la contemplación de lo pequeño, el detalle, y nos prepara para la segunda sección anunciando ya el título de esta: musculatura de la mirada. Saber mirar, tal como el andar, son así operaciones físicas, ejercicios que corresponde entrenar y que no se fundan en la pura voluntad. El conocer es un proceso, limitado por el tiempo, y no un acto ideal.
En la segunda sección ya vemos precisamente el indicio de esta materialidad del aprender a ver, en las consecuencias sobre el sendero mismo: las señales de guía pueden bien ser inconsistentes, o incluso haber desaparecido con el paso del tiempo.
si nadie logra llegar a tiempo
y el camino se vuelve intransitable
quizás alguien pueda continuar por nosotros
antes que el barro cubra por completo nuevamente los piñones
(p. 19)
Así, el poema que lleva el título del libro reproduce una secuencia en deriva de acciones marcada por el vértigo, que envuelve la acción humana y la animal en espacios que tienden a la caída -rápidos, la cresta de las rocas, cascadas-, vale decir, al flujo de aguas que poseen una fuerza imponente y ajena. Lo que hace que el hablante se tarde en su ruta es justamente el apartarse de ese flujo para contemplarlo, el salirse de la vida. Desde ese lugar fuera del camino el movimiento solo puede ser puro vértigo. Estar sin el vértigo, sin ese movimiento, sería llevar a la conciencia a la realidad de la apacheta, una no-conciencia, puro lugar:
persiste simplemente
amontonada en la altura
justo al borde del sendero
ajena al rito al fervor y a lo que sea
(p. 29)
Por ello, el hablante se pone en el puesto de cruce entre dos estados: está en el camino (en su borde), y además fuera de él, para ganar una perspectiva que le permita comprenderlo. Es decir, el tardar es la condición de esta escritura, lo que permite abarcar en una voluntad de percepción tanto el movimiento como la quietud, lo enorme y lo insignificante.
Sobre todo esto último: lo insignificante. Si dar sentido implica dar dirección (movimiento, incluso desde la categorización mental del objeto), entonces el coipo o el escarabajo no son señales ni seres ejemplares a tono del bestiario medieval, sino seres ejemplares paradójicos en el sentido de ser solo cifras de sí mismos. El conocimiento del mundo no lleva a la visión general del sabio, sino al deleite de lo particular, lo único, por parte del niño:
IGUAL QUE DE PEQUEÑOS cuando la
vida se reducía a un bisturí a un microsco-
pio y al disfrute de escarbar el interior de
los insectos
(p. 50)
La voluntad fundamental del viaje se revela, entonces: se trata de una gozosa que no puede sino llevar al interior de sí mismo. La llamada, al fin del texto, se repite: sentémonos, como sabiendo que el sentido del viaje no está establecido, es decir, que no es viaje, sino deriva, si no
(…) es fácil confundirse
ante el rastro de aquellos que antaño
pretendieron con su periplo otorgarle
sentido a esta misma turbación
(p. 58)
En el ámbito de la poesía chilena de los últimos 30 años, uno se encuentra con múltiples iniciativas esencialistas, que parecen hallar un sentido trascendental en la contemplación de la naturaleza o en el autoconocimiento. Malebrán carga su lengua poética de tal forma que es capaz de hacer preponderar lo poético -la mirada concentrada y que presta su forma a la elaboración de imágenes- sobre cualquier racionalidad exterior que pretenda afirmarse como integral y totalizante. El suscribir y enarbolar esa relación abismal entre lo escritural y lo real sabe referirnos a las posturas más conscientes de nuestra historia literaria, como Enrique Lihn, Juan Luis Martínez, Elvira Hernández o Carlos Cociña.