Cuando llegues allá abajo
No percibías ese olor desde la noche en que los Párraga fueron a matarte. ¿Cuánto ya de eso? ¿Catorce? Quince años. Pregúntate: si no estuvieras así, barbilla en tierra sino, digamos, luciéndote en la feria de Sicuani con tus espuelas de plata y el anillo de oro, y de pronto te alcanzara ese aroma… ¿huirías, Ciro? ¿O cerrarías los ojos y te dejarías guiar por el perfume hasta Martita? No me arrugues la cara, bien que te gusta fantasear. Además, ¿qué otra cosa puedes hacer ahí tirado, escurrida tu fortuna, incapaz de defenderte? Mejor perderse en la memoria, torcerlo todo, cambiar la historia. Imagina: Sicuani, la feria, Pinkullo amarrado en el atrio de la iglesia, tú en traje de domingo caminando por los puestos, el aroma. Sigues el rastro hasta la espalda de una mujer que, de la nada, se detiene, sacudida también por olores intrusos —a caballo, a pólvora, a desgracia— que la obligan a girar y a clavar sus ojos retemblones en los tuyos. ¿Tartamudearías al decir dame un minuto, dos palabras y me largo? Y si no se va corriendo, ¿qué dirías después? ¿Te debo una explicación, he pensado en ti por quince años, perdóname, Martita? Y ella, ¿querría responderte? ¿Se limitaría a abofetearte, a escupirte o a sacarse de la faja el corvo que le regalaste y que conservó solo para hundírtelo en la panza apenas pueda? ¿O diría —al notarte demacrado, enfermo, roto— te lo tienes merecido, saqra diablo, traidor, cobarde? ¿O diría tengo que irme, come bien, ya no mates ni rompas corazones? ¿O te ignoraría retomando el paso, sin mirar atrás, para mezclarse con las yerberas y cubrir de muña y hierba luisa su perfume, como para que le pierdas otra vez el rastro? ¿Y te quedarías quietecito, con la sonrisa borracha que siempre ponías al olerla, al mirarla? Y luego, esa semana o la siguiente, cuando vayas a asaltar el convoy de Laykakota, a atacar la hacienda de Angostura o a desvalijar viajeros en La Raya, ¿serías negligente adrede, para que te maten de una vez porque, total, con ella viva, no habría riesgo de enfrentar su furia al otro lado? No, Ciro, no me cortes este ensueño, aún respiras, no hay apuro, sigue inventando y vuela, no podrás cuando hayas muerto, solo aquí hay porvenir, en el pensamiento. Entonces, de nuevo, concéntrate: Martita y tú en la feria. Digamos que no te huele, que no sabe que caminas tras de ella y no voltea y no te ve… ¿La perseguirías todavía, a distancia segura, hasta averiguar a dónde va y con quién se encuentra? Y si se topa con un hombre al que abraza y sonríe, ¿retrocederías resignado? ¿sacarías el revólver? ¿O les irías a preguntar a los guardias civiles que compraste qué saben de él, si se gana el pan como cristiano (¿labra la tierra? ¿vende lana? ¿minero?) y no como tú, desvalijando arrieros y hacendados? ¿Y si en vez de un hombre se encuentra con un jovencito de catorce años que posee —mejorados por los de ella— algunos de tus rasgos? ¿Te quedarías todavía? ¿Para qué? ¿Para duplicar las culpas? ¿O para hacerte cargo? ¿Tú crees que dejaría que te acerques a tu hijo? ¿Después de lo que hiciste? Acuérdate: Checaupe, antes de las lluvias, el año de la peste… Te avisó la vieja Asunta, llegando al pueblo: ten cuidado, Ciro qorimaki, los Párraga ya saben que estás aquí, bajarán con sus matones a buscarte, avísale a tu warmi. Corriste a verla: Martita, vamos a la selva, el señor del caucho busca pistoleros, paga bien, vente conmigo, me he traído otro caballo, está con el Pinkullo río abajo, por Pitumarca nos iremos, por Ocongate bajaremos, ahora mismo debe ser, si amanece será tarde. Te tenía ley, no iba a decir que no y te convenía: era ladina, de buena puntería y sabía tirar su rienda. Pero apenas empezaste a hablarle, juás, como viento, como patada de potro, fuerte, olorosa la sentiste, como no la habías sentido antes y ya no pudiste decir nada sobre enderezarse o comenzar de nuevo. Es que habían pasado tres meses, Ciro. Y cómo borrachito te pusiste, acomodando los ollares en sus pechos, ay, Cirucha, qué te pasa, riéndose, riéndose, y tú lamiendo, mordiendo, desde la grupa hasta las crines, ¿qué me dices de la selva?, nada, Martacha, Martuchita, no hagas caso, son tonteras, ya ni me hables, me distraes y empeñoso le sorbiste los sudores, como si tuvieras la garganta seca de tres días y la lluvia fuera ella. Estuviste esmerado esa noche (¿para compensar lo que vendría?) y te olvidaste por completo del peligro. Cuando al fin se durmió y la quisiste más que nunca, bastó un ruidito afuera para romper con el hechizo. No eran los Párraga, ellos llegarían después. ¿Qué sería entonces? Un ratón, una gallina, sabe Dios, y aunque abrazado como cincha te tenía, te safaste, veloz y sigiloso, pensando ya clarea, es muy tarde, ¿y ahora qué hago?, no puedo despertarla, no puedo demorarme. Rabioso te saliste por el muro del corral, sin decirle nada, para no perder más tiempo, rezando porque no le hicieran daño, pero también para que no contara lo que le habías contado. Alcanzaste el río y luego a tu alazán y remontaron el cerro por el lado de las chacras. A lo mejor no pasa nada, le decías al Pinkullo, un par de meses y regreso. Y él, prudente y sabido, ni resopló siquiera. Al promediar la cuesta, oíste los gritos. Pudiste volver. Quisiste volver. Pero no, picaste espuelas y seguiste, aun imaginándote la escena: los Párraga rompiendo la puerta, sacándola sin ropa de la cama, rebuscando en los rincones, ¿dónde lo tienes?, ¡no sé nada!, desquitándose. Desde esa madrugada vives convencido: en sus últimos pensamientos, mientras la hacían pedazos, Martita debió jurar venganza. Para desorientarle el alma rencorosa, para que su odio no te encuentre nunca, cambiaste de plan: no viajarías a la selva, porque por allá seguro penaría, sino a las breñas donde antaño diste tus mejores golpes. Reuniste a los compinches y volviste a las andadas, pero distinto, ya no es igual, ¿se han dado cuenta?, no tan avieso, perdonavidas, dispara menos, ¿serán los años?, es el remordimiento, está pedido, nos lo han dañado. La fama resistió un tiempo hasta que, en el robo de las minas de Caylloma, te mataron media banda y al Pinkullo. Y aunque nunca te agarraron y supiste mantenerte activo, otros bandoleros fueron reemplazándote en las pesadillas de los señorones. Por lo menos, ya podías bajar a los pueblos y deambular libremente por las ferias, sin disfrazarte tanto como antes, conservando, eso sí, el olfato muy atento, por si había que salir corriendo en caso sople la brisita perfumosa que temías.
Pero ahora la has olido y no te importa. Te preguntas, más bien, cómo te encontró. A lo mejor, harta de buscarte entre culebras, jaguares y alimañas, el alma de Martita abandonó la selva y vino a retirarse al silencio de esta pampa, donde montaron el Pinkullo tantas veces. O será que allá, en el infierno, alguien le ha dicho ya viene, échate tus polvos, que te huela, y han abierto bien abiertas las ventanas para que se rebalsen sus aromas y te vayas haciendo la idea. Porque ya estás más allá que acá, Ciro. Porque quince años después, los Párraga te han encontrado con la guardia baja y, pese a la mala puntería que tenían —que de tanto errar se ha ido afinando—, te han partido el espinazo con un único disparo, volviendo inútiles tus piernas y, según parece, también los dedos de la mano, que no atinan a cerrarse sobre el mango del revólver. ¿Qué te queda? ¿Otro ensueño? ¿Seguir perdiéndote en hubieras y quizáses? ¿Pensar qué le dirás cuando llegues allá abajo? Yo no sé, pero, ahora sí, mejor te apuras, qorimaki, esos dos no paran hasta desalmarte.
Y ahí están: Celedonio y Marcos Párraga, riendo como caballos. Después de perseguirte por todas las punas y quebradas que hay entre La Raya y Abancay, al fin pueden bañarte en escupitajos y arrancharte el mote de imbatible rey de los bandidos. A patada limpia te han girado el cuerpo para que les mires bien las caras —blandengues, arrugadas, descompuestas— y, de paso, las marcas imborrables de tus deudas: el ojo vaciado de uno, los dedos que le faltan al otro. Pero donde se detiene tu mirada no es en los hermanos vengadores, sino en la mujer que, bien vivita y muy entera, los acompaña. Martita ahora es más robusta, más madura y tiene los pómulos rayados, pero todavía huele como huelen los jardines de los santos en el cielo. Y sigue siendo, a su manera, tan bonita como antes, a pesar de haberse unido al enemigo, a pesar de que ahora dice al fin te agarro, malnacido, con la remington en ristre y la faz desencajada, no porque de pronto sienta afecto por tu traza desnutrida y haraposa y medio chueca, sino porque no le cabe en la cabeza que sonrías de ese modo cuando descarga, retemblando, un par de tiros sobre ti.