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Relatos

Nada malo se espera en un día de sol

Un día, mi cuerpo olvidó cómo bajar de un auto. No, disculpa: un día, mi cuerpo olvidó la elegancia que se necesita para bajar de un auto. ¿No es increíble? Este cuerpo sabía, desde que recuerdo, accionar las piernas, los músculos de la espalda y los brazos de forma ordenada e inconsciente. Pero un día lo olvidó. Mi cuerpo se percató de la elegancia que se necesita para bajar de un auto en el momento que la perdió para siempre.

El coche era de mi amiga Zulema, con quien habíamos sido compañeras de colegio, ahora ella era jubilada del Magisterio. Yo no soy jubilada de nada. Ese día, Zulema me trajo a casa, se parqueó junto a la verja y yo abrí la puerta del auto, pero ya no pude salir con elegancia.

Primero, saqué un pie y lo asenté en el pavimento. Después, puse una mano en la puerta. Con el pie y la mano apoyados, tensé los músculos de la rodilla y del brazo, pero no me alcanzó para salir del coche. Apoyé en el asiento la mano que me quedaba, quise sacar la otra pierna, que se me había trabado en el tiro de alguna cartera, y ahí estaba yo: toda brazos, toda piernas, pero inútil. La inutilidad de no poder salir de un auto ¿En qué momento mi cuerpo dejó de ser suficiente? Había olvidado el orden de los músculos que se accionan y se aflojan. En ese momento, pensé: ¿cómo me acomodo?  ¿de dónde me agarro?  ¿están firmes mis pies? Prestá atención, me dije, porque todo podía enredarse todavía más.

Desde ese día, cuando llego a un destino, la vergüenza me acecha porque siento que la gente se da cuenta de mi torpeza, de que me lleva más tiempo hacer algo que ellos encuentran fácil y natural, y siento que me observan. Algunos me miran impacientes, otros llenos de pena y misericordia.

¡Eugenia! gritaba mi madre por la casa con su voz de flauta. Nunca olvidaré esa voz. Mis amigas me llaman Mauge porque en realidad me llamo María Eugenia. Ese es mi nombre completo. Una vez, Gerardo olvidó mi nombre y me dijo Rita. Nunca se lo perdoné. Gerardo, que en paz descanse.

Después del incidente en el auto de mi amiga, vino el día del embotellamiento. No sé cuánto después, pero sí sé que fue después. Estaba yo en medio del atasco en mi autito celeste que acababa de salir del chaperío. Estaba flamante, como dijo el flamante. Como dijo él. Estaba flamante, como dijo el chapero. Arreglamos todas las abolladuras, señora, su auto quedó flamante. Eso me dijo cuando lo recogí.

Entonces quise ir al mercado, pero la avenida estaba repleta de movilidades. Tomé la rotonda y fue ahí que se atascó todo. Los autos que torcían no hicieron caso al semáforo y, cuando el semáforo cambió a nuestro favor, quedaron varados en el carril de quienes queríamos seguir recto. Empezaron los bocinazos, pero daba igual, nada se movía. Nada podía moverse porque todos los espacios estaban ocupados por los motores iracundos de la gente acalorada, frustrada, enloquecida.

Es ahí cuando los pedales se vuelven importantes. Estratégicos. El freno, el embrague, el acelerador y la caja. Sobre todo, la caja. Pones primera y avanzas lento, pero debes arrancar pronto, si no te ganan el poco espacio liberado por el coche de adelante. Piensas que se trata de las máquinas, pero no, es una guerra psicológica, en realidad. La mirada es clave. Tu mirada. Mientras avanzas o amagas con hacerlo, no miras a la persona que conduce el auto de tu lado; tampoco al frenar. No miras a la persona que intenta cambiar de carril porque justo el tuyo es el que avanza menos lento.

Ahí estaba yo, en el autito celeste recién arreglado, en medio del calor y de los escapes calientes de los motorizados trancados en la avenida. Fue entonces que calculé mal, no frené a tiempo, frené muy lento, y choqué con la vagoneta de adelante. Mi parachoques de lata golpeó el parachoques reluciente de la vagoneta parada delante de mí. ¿Cómo pude equivocarme? Qué sé yo. Tal vez un segundo perdido antes de apretar el freno. Te dije que te apresuraras al partir, pero que de inmediato frenaras porque en un embotellamiento las distancias son una nada. ¿Cómo sucedió? ¿La falta de mantenimiento? No sé. No sé qué quieres que te diga.

Quise dar retro y no pude. La caja no enganchaba en retro. La forcé, pero estaba trancada. Me pasa a veces que siento nervios, esa clase de nervios callados que surgen cuando crees que puedes hacer algo mal. Cuando eso pasa, mi cuerpo hace cosas sin que yo las piense. Por ejemplo, en vez de dar retro, confundida, alterada, ¿asoleada?, no: acalorada, avancé todavía más.

El autito celeste accionó los mecanismos que lo hacen avanzar, o accioné yo los mecanismos sin darme cuenta, de puro confundida, alterada, atascada. Entonces mi lata se estrujó contra el parachoques reluciente de la vagoneta por segunda vez ¿en cuánto?, ¿en dos, en un minuto? La dueña de la vagoneta abrió la puerta del conductor, puso un pie fuera de la cabina: vi que era un pie sano en una sandalia color hueso, con tiras, taco aguja, de hebilla delicada alrededor del tobillo fino. Era una dueña que sabía, que podía, que todavía, que bajaba con elegancia de su vagoneta, una vagoneta alta y reluciente, una máquina nueva, en suma.  Puso el pie en el pavimento, apoyó un brazo delgado en su puerta y salió, con qué elegancia, de la cabina de su movilidad.

Cuando acordé, ella ya estaba afuera, con cara de mujer de cuarenta años que acaba de dejar el aire acondicionado de su cabina para pisar el asfalto ardiente de la calle. Tenía cara de mujer dueña de una vagoneta nueva que ha sido chocada no una, sino dos veces. Dos. Pero, además, cara de dueña que ha sido chocada dos veces en medio de un embotellamiento. ¡Hágame el favor!, si es cuando menos se mueven los autos. Pero es que yo quería poner retro y no pude.

Entonces, claro, esa mujer en sus cuarentas, dueña, que había bajado con toda elegancia de su vagoneta, tenía todo el enojo encima, por supuesto, y además tenía una razón para estar enojada. Su enojo contra mí. Y ahí estaba yo en mi lata vieja recién salida del chaperío, habiendo olvidado la elegancia que se necesita para descender de un auto. Ahí estaba yo con la palanca, los pedales y el sudor que me corría desde la nuca hasta mi espalda, que salía de mis axilas y me manchaba la blusa de puntitos blancos. ¡A quién se le ocurre ponerse una blusa negra con puntitos blancos con este calor! A quien ya ha perdido toda noción de elegancia, por supuesto.

Las palancas, los pedales, los músculos de mis piernas, con mis brazos y las carnes que cuelgan de mis brazos accionando la caja, que no enganchaba. La señora elegante de cuarenta años todavía venía hacia mí y mis brazos, el volante, mis pies, los pedales ¿Qué hacer? No lo sabía, estaba en medio de un peligro silencioso en el que mi cuerpo procedía y decidía más allá de mí.

Mientras la miraba, activaba los pedales, las palancas, los músculos. Entonces avancé una vez más, estrujando el parachoques reluciente ¡otra vez! La dueña puso sus brazos en jarra y me miró incrédula. Otra vez acababa de ocurrir otro chirriar de latas y fierros en medio del calor de la avenida embotellada.

Me hubiera puesto a llorar, pero ella levantó una mano, levantó su mano, la mano derecha en son de paz. Sus manillas tintinearon alegres, inocentes, alrededor de su muñeca cuando levantó la mano en son de paz y me dijo: No se preocupe, avanzo yo.

Así que dio la vuelta como una ballerina en tacos aguja y retornó a su vagoneta, dio la vuelta hacia su reluciente, abrió la puerta acondicionada, jaló el cuerpo para adentro de la fina, cerró la puerta e hizo lo que tenía que hacer. Lo que tenía que hacer era avanzar apenas unos centímetros para alejarse de esa loca, de la mujer trancada que era yo, para que el sofocado celeste dejara de estrujar su parachoques. La ballerina retornó al reluciente para que esta que soy yo se colgara y se perdiera para siempre en los hechos sin importancia que ponemos aparte para olvidar. ¿Acaso no era saludable que ella se olvidara de esta mujer que estrujó su parachoques reluciente en medio de un embotellamiento acalorado?

Por supuesto que sí. Ni me quejo ni protesto. Mientras no me diga “Rita”, está todo bien, eso sí que no se lo hubiera perdonado. Yo también tengo anécdotas puestas a un lado para olvidar, para prescindir de ellas porque no tienen importancia o porque simplemente no soy capaz de recordarlo todo. O porque no me interesa. ¿Acaso no es aconsejable apartar, desechar, olvidar lo que no es interesante? ¿O tal vez yo no tengo ese derecho a olvidar lo que no me interesa, sobre todo cuando entre lo que no me interesa están los movimientos de palanca que debo hacer, los movimientos que debo hacer para poner en retro mi autito celeste, para no chocar con la dueña?

Debo admitir que lo que sucedió ese día fue precisamente eso: olvidé cómo poner mi auto en retro. Debo admitirlo, aunque me avergüence. Claro que en ese momento, yo no lo sabía. Por supuesto que no sabía que lo había olvidado. Pensé que se trataba de la vejez del celeste, que la vejez había dañado el mecanismo. Había un mecanismo dañado por la vejez, pero no era el mecanismo de la caja y tampoco era la vejez del auto, era mi mecanismo y era mía la vejez, la de mis músculos, de las sinapsis cerebrales, de los caminos que mi cabeza recorrió durante tantos años. Tal vez se habían borroneado esos caminos, quién sabe, y por eso ya no me servían, no lograban que yo recordara los movimientos necesarios para poder dar retro en mi mecanismo celeste.

Ese día olvidé el músculo… No. Ese día olvidé el mecanismo porque no me interesaba, tal vez, ese fue el día en que pensé que era culpa del auto. El auto era viejo, estaba recién salido del chaperío y todos sabemos que los chaperos nunca dejan todo en orden, ¿no? No. No era eso. Era nomás que lo había olvidado. ¿Qué cuándo supe que el auto no estaba averiado? No recuerdo el día exacto, digamos la fecha, el mes. Fue un jueves. Lo sé bien porque el día anterior, pero por la noche, Sergio me había llamado de su trabajo y me había dicho: – mamá, Patricia y yo hemos decidido vivir juntos. Habían decidido vivir juntos. Pero yo vivía con él. O sea, él vivía conmigo. Ahora, en cambio, él iba a vivir con Patricia, junto a Patricia. Le decía Patricia porque ella aborrecía que le dijeran Pati. Me llamo Pa-tri-cia, aclaraba enseguida. Una vez yo me equivoqué de nombre. La llamé otra cosa, ya no recuerdo qué, tal vez tampoco me interesa. Pero no la confundí con un nombre, por supuesto, sino con otra chica, la ex de Sergio, cuyo nombre ahora tampoco recuerdo, pero que en esa época, cuando Patricia y Sergio recién empezaban a salir, sí recordaba. El nombre de Patricia, en cambio, no lo recordaba, tal vez en ese momento no me interesaba. Ahora, en cambio, sí. Cómo olvidarme de Patricia, faltaba más, si es la chica con la que vive mi hijo, desde aquel miércoles, ¿o era jueves?, que me dijo: mamá, Patricia y yo hemos decidido vivir juntos. Pero eso no es lo importante. Quiero decir, no es importante aquí, porque lo que quiero decir, lo que quiero decirte es que unos días después las sandalias volvieron a confundirse, las sinapsis volvieron a…

Hacía sol. Digo que hacía sol porque nada malo se espera en un día de sol. Yo había decidido ir al supermercado. Dos cosas estaban en mi lista mental: detergente y aceite. Pero también tenía deseos de chocolate. Entonces dije:También chocolate. Cogí el detergente, el aceite y me olvidé del chocolate. Después doblé hacia la derecha y fui detrás de la góndola con las gelatinas y las masas en caja para hacer tortas. Luego quise salir, pero había olvidado cómo. Prestá atención, ¿a qué lado está la calle?, me decía. No. Este supermercado tiene salida hacia dos calles. Prestá atención: ¿por dónde se sale? No sólo lo había olvidado, sino que estaba totalmente desorientada, a tal punto de no poder dilucidar dónde estaba yo con respecto del supermercado en general. Es decir, si imaginaba el plano del supermercado, tal como lo tengo en mi cabeza porque vengo casi cada día, ¿dónde estaba yo ubicada? Ni idea. ¿Por dónde debía ir para encontrar la salida? No lo…

Decidí esperar. Decidí esperar porque qué góndola. Góndola. Porque qué. Qué vergüenza. Vergüenza, detener a una persona desconocida y preguntarle ¿Por dónde salgo? ¿Por dónde puedo salir? Respirá, respirá. Respiré. Calma. Ya te vas a acordar, pero ¿cómo puedes haberte olvidado? ¿En qué estabas pensando? El camino se me había borrado de tanto recorrerlo, de tanto gastarlo. Miré las cajas, las leches, los yogures, fui buscando, pero no, no era esa la lista. La salida. No era esa. Trancada.

Claro, en algún momento logré salir, pero no recuerdo cómo. Es decir, no recuerdo si vino a mí el mapa, si de repente estaba yo ante las cajas y la puerta de sandalia, de salida, o si le pregunté a alguien o simplemente seguí a un alguien, no lo sé. Tal vez no sea importante. Crucé la puerta y estaba en medio del reluciente, estaba en medio del… Estaba en medio del parqueo, bajo el sol y me vine a casa. Por el camino me vine a casa.

Yo le dije Bueno, felicidades, hijo. Invitala mañana a almorzar, pero me quedé pensando. Me quedé taponeando. Pensando. Me quedé en que me llamo Ballerina. Me llamo Ba, me llamo Eu.

Me llamo Eugenia, mucho gusto.

Eugenia, pero tengo miedo. Una vez me dijo “Rita”. Gerardo, hijueputa, me dijo “Rita” y yo lo borroneé, lo reluciente, lo sandalia, porque ni los acondicionados ni los psicológicos, ni las finas y sus agujas, ni las jubiladas, nada, porque de ahora en adelante nada me hará proceder el mecanismo, el cuarenta, el chocolate.

Este cuento forma parte del libro titulado Antes, en cualquier parte que se publicará a finales de este año en Bolivia con Parc Editores.

Claudia Peña Claros (Bolivia).

Es poeta, cuentista y ensayista. Publicó los libros de cuentos El evangelio según Paulina (2003), Que mamá no nos vea (2005), Los árboles (2019); los poemarios Inútil Ardor (2006) y Con el cielo a mis espaldas (2007); además de la novela La furia del río (2010). Ganó el Concurso Nacional de Cuento Franz Tamayo el año 2016. Su obra ha sido incluida en varias antologías, entre ellas la Antología del Cuento Boliviano, de la Biblioteca del Bicentenario de Bolivia.

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