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Relatos

BORDE DORADO

¿Qué haces aquí tacita de té? Tú no eres de este mundo. Esa tu losa pulida no va con la corteza de los pinos, ni con el lodo que mancha sus raíces cuando llueve. No hay lugar para tí entre la tierra, ni siquiera en esta luz dorada de la tarde.

Brillas, así es. Pero sabes que es una mentira, tu lugar está sobre los manteles bordados, junto a las cucharitas de plata y los pasteles rellenos de crema.
Lo mío es una caída, una estupidez, crisis de la mediana edad si quieres. Salir por mi cuenta a la montaña es algo que hice tantas veces ¿qué me podía pasar? Ya ves, ni tú ni yo planeamos este destino. Pero estamos aquí en este atardecer precioso, solos en la montaña, ambos inmóviles e inútiles, incapaces de estar donde debíamos. Sin nadie que nos escuche siquiera.

Lo mío era apenas una caminata de día completo, una salida de domingo. Pero ya vez, tomé el camino cerrado, donde no dejan entrar campistas. Ni siquiera planeaba pasar la noche fuera.

Mírate con tu asa festoneada. Esa cintura antes de tu base es primorosa. Perfecta para el soporte que tienes en forma de volado. Me imagino que cabe impecable en el platito que alguna vez fue tuyo. Allí donde te apoyabas a la espera de una mano, de un dedo que se engarce y te levante con donaire, hasta apoyarte en un labio coqueto.

Ya sé, el camino que trae hasta la zona de barrancos tenía todos los carteles de advertencia. No me perdí, fue una imprudencia, vine con mis propios pasos. Es solo que uno va tomando una confianza tonta, cosas de la adultez. Pensé que si iba con cuidado estaba bien explorar otros caminos, que podría hacerlo. Soy un adulto en buen estado físico, ¿qué podría pasarme? No sirve de nada lamentarse ahora.
Podía esperarlo todo pero caer no, todavía menos encontrarte.

Te veo y escucho el tintineo que haces cuando te menean dentro el azúcar. Me recuerdas a mi abuela, a sus amigas que se juntaban una vez al mes a jugar cartas y comer alfajores.
Ese tu borde dorado se teñía del maquillaje rojo que todas usaban para resaltar sus labios arrugados. En esa pintura se quedaban atrapadas migas de hojaldre, pedacitos de nuez. Pequeñas trazas que todas esperaban, se limpie con una una servilleta. Jamás se atrevían a advertir a la vecina de esa presencia, de esa masa minúscula que estropeaba el labial de la amiga.

Apenas pudo, mi madre guardó todo de tacitas en una caja. Ni siquiera me dejó que las envolviera en periódico para evitar que se quebraran. Así le importaban las tazas, el té, las reuniones de señoras.

Aún con todo eso, de verte aquí, ella te hubiera alzado, dibujaría tu boca con la yema de su dedo. Reconocería el hallazgo, te llevaría en su mochila. Me lo habría contado todo al regresar.

Quisiera escucharla otra vez. Dadas estas piernas rotas, este punto perdido del bosque, puede ser que el reencuentro sea pronto.
Ojalá te rieras, tacita de té, este asunto sería más fácil. Ya grité y lloré, estamos al fondo, abajo de verdad, aquí nadie puede escucharnos. No logro arrastrarme más, tengo los brazos adoloridos, la garganta afónica. Estaba a punto de llorar otra vez, uno se pone melodramático en estas circunstancias, pero te vi. Supongo que también es la fiebre lo que me pone así, lo que me hizo verte en medio de las hojas y sentir esta dicha, la felicidad del hallazgo en medio de la desesperación. Vi tu borde dorado y me quedé quieto, medio contento, por extraño que parezca.

Yo estoy aquí por una idiotez, creer que ya lo sé todo, que no tengo miedo. Pero vos, ¿cómo llegaste al bosque? No estás rota, no saliste de una bolsa de basura. Mira tu asa delicada, ese decorado de florecitas, nada tuyo es para lucir en la montaña.

Al menos tú te ves bien, inútil como yo, pero bien. Hasta podría usarte para tomar agua, pero no quiero acordarme de eso, me muero de sed y apenas puedo mover los brazos.
A ver, sí. Solo un esfuerzo más y te tengo. Ajá. Eres realmente una pequeña tacita de té en la montaña. Seguro vienes de china, por lo menos habrán seis como vos en la misma caja, con platillos, quizá hasta con tetera y azucarero. Una lechera con tapa diminuta, de boca perfecta para que caiga el líquido sobre el café y lo corte.

Yo tampoco estuve solo siempre. Al principio creí que era mi decisión, las chicas solo quieren comprometerse y tener hijos. Yo quería esto: meterme a la montaña, sentir que no necesitaba a nadie. En verdad viví así muchos años. Y bien. No sufrí como todos me auguraban. ¿Acaso eres peor por querer estar solo? claro que no, tacita de té. Incluso puedes lucirte más en la mesa de un solitario.
Yo, si salgo de ésta, te llevo a casa y aunque seas pequeña, prometo tomar mi primer café de la mañana contigo, siempre. Te pongo sobre un tapete de tela, junto a un vaso grande de jugo de naranja recién exprimido. Una flor, si quieres. Dos panes tiernos con mantequilla. Todo junto a la ventana, con los primeros rayos del sol. Esta promesa de amor sí la voy a cumplir. Prometo que esta vez voy a cumplir.

No tenemos nada que perder, lo otro es quedarnos aquí, tu saldrías mejor parada. Incluso en tu rareza, tienes muchos años para verte bien en medio del bosque. Mi caso es distinto, tendrás semanas de moscas a tu lado, luego huevos y gusanos.
Disculpa las molestias. No pongas esa cara, así es la descomposición natural, los humanos tenemos ese inconveniente, a estas alturas es bueno que lo sepas.

El sol se va, tu brillo se pierde. Sé que hace frío, pero no lo siento. Ven, quédate aquí sobre mi pecho, mientras vea que subes y bajas, sabré que hay un desayuno posible para nosotros y podremos ver otro sol.

 

BUENA MADRE

La madre había sido buena y la hija también.

Era cierto que la madre era una buena mujer, alguien pendiente de su hija, al menos en la medida de sus posibilidades. No existe la madre perfecta. Había pagado todas las pensiones del colegio, las cuotas de las clases de baile y procuraba estar atenta a las necesidades de la niña.

También era cierto que la niña tenía dos hermanos chicos y que la madre tenía dos trabajos, un alquiler que cubrir y un padre, el abuelo, con presión arterial caprichosa, que necesitaba todas las noches y las mañanas una copita de vino dulce para no pasarse del sueño al más allá.

Alguien tenía que llamar y recordarle al viejo que se tomara ese oporto, porque además de presión baja tenía memoria corta o tal vez solo necesidad senil de saber que alguien estaba pendiente de él, y ese alguien era la única hija que vivía en la ciudad, aunque no en la misma casa como a él le hubiera gustado.

El padre de los niños no estaba, nunca estuvo, y eso era un alivio para la madre, aunque la niña a veces no creía que eso fuera cierto. Se sabía su nombre y que alguna vez estuvo. Los días del padre en la escuela, ninguno de los niños iba a los festejos. La madre compraba una pizza en la noche y el día pasaba sin mayores contratiempos.

La madre no tenía forma de saber, que justo una de las veces que no fue a la presentación de la hija, la profesora no dejó a la niña entrar al escenario. No supo nunca que su hija, pequeña, aunque no la más pequeña, la que todos llamaban la independiente, como le gustaba tanto señalar a cualquiera que preguntara por esa hija, se había hecho bolita en una esquina del camerino, mientras escuchaba la música del escenario. Sin asomo de resentimiento ni odio, solo tristeza y ganas de estar bailando frente al público. Nadie podría saber, ni ella misma, el lugar profundo que ocuparía ese recuerdo de indefensión, y cómo ese, sumado a otros parecidos, le harían una mujer fuerte, independiente, incapaz de pedir ayuda y reclamar afecto.

Era cierto que la profesora era buena y muy organizada, pero hubo un error en la entrega de vestuario, no era la culpa de nadie. Ella misma hacía ir a la costurera a su casa, no tenía forma de saber el impacto psíquico de un fallo humano. Al principio, la maestra, no se dio cuenta de nada, cuando entró al camerino a llamar a las niñas y vio que una, solo una, no tenía la falda correcta, tuvo que tomar decisiones rápidas.

La profesora era una mujer que podía hacer muchas tareas a la vez, aunque era evidente que algunas cosas se le iban. Tenía que llevar adelante el show y si una niña no tenía su vestuario, el espectáculo no podía detenerse por ella.

Días después, mientras miraba las fotos de la presentación caería en cuenta del espacio vacío, de la niña sin falda, de que no lloró ni reclamó, y tendría el presentimiento del error, buscaría entre los tules y telas de su casa y allí estaría la falda sin entregar, con el nombre de la niña sujeto con un alfiler.

La profesora era buena, la madre había sido buena y la hija también.

Claudia A. Michel Flores (Potosí, Bolivia, 1980).

Publicó «Juego de ensarte» 2008 y “Corema” 2021, editorial Yerba Mala Cartonera. El 2018, “Paralelo 23º”. El mismo año obtiene el premio Eduardo Abaroa en la categoría libro de cuentos con “Cambio de rasante”. Recibió el 2do. lugar en el premio Franz Tamayo 2020. El año 2021 gana el concurso de la Fundación del Banco Central “Letras e imágenes del nuevo tiempo», con el libro “Cien metros”. El año 2022 publica «Chubasco Aislados», Editorial Mantis

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