Mi hermano es un gallo giro
tiene una cresta roja hermosa
y largas plumas tornasoles,
mira soberbio los corrales
ajeno a calzas o rejillas
lleva un pecho silvestre hinchado
y yo lo miro asombrada:
inmóvil al centro del huerto
suspende una de sus patas
y lo hace con tanta gallardía
que paso por alto al instante
todas sus negras cicatrices
todas sus faces desplumadas
todos sus cantos fracasados;
ay si no fuera así de bravo
sino manso y terso como antes
cuando mi hermano era polluelo
y no había un amparo mejor
que las alas de nuestra madre
acurrucando su mollera,
besando sus dos ojos negros
de delicado pichón travieso;
si permitiera una caricia,
o ser de nuevo acicalado
por el pico viejo de mamá,
pero este gallo no consiente,
en cada intento de cariño
nos voltea un picotazo.
Aunque lo quiero no insisto;
del otro de la tierra
voy haciendo mi vida y espero
para cuando se sienta preparado.
Mientras tanto te miro fuerte
pero cuando la luz te pega
entonces puedo descubrir
que por tanta herida
encajada en tu sombra
es que te encuentro, hermano,
como el más hermoso de los gallos.
Lección de escritura
Cuando mi casa se pone a oscuras
prefiero cerrar los ojos
que forzarlos.
Toda comprensión me llega por los oídos:
la caminata de las gatas en el techo,
el vuelo de una cucaracha entre las vigas,
la merienda de las polillas tras la pared.
Esos motivos son toda la luz que preciso.
Cada presencia tiene sentido,
entiendo su lugar y el que me corresponde;
es claro por qué estamos aquí
y a qué punto de la noche nos dirigimos;
ninguna forma es obligada,
ni perturba el ensamblado del espacio.
En estos gestos
se guarda para mí una lección de escritura:
conocer la posición del punto final
por encima del caos
es todo lo que se precisa,
porque el poema debe iluminar a quien lo escucha
cuando se prefiere cerrar los ojos
que forzarlos.
Trampas
“Alabado seas, mi señor, con todas tus criaturas”
San Francisco de Asís
La otra noche se metió un ratón a la cocina,
no pudimos ahuyentarlo con las cerdas de la escoba,
por el contrario, fue el ratón
quien nos replegó a nuestra pieza
fue él quien nos sitió en nuestra casa.
Tuvimos que cortar todo flujo de comida,
pero ni eso lo conminaba a una retirada:
las cortinas amanecían roídas con más coraje;
hartas y crueles,
optamos por colocar trampas de goma,
a sabiendas de sus ayunos
le dejamos al centro un pedazo de pan.
Antes de irme al trabajo
descubrí al ratón adherido a la placa.
El mendrugo estaba entero
ni siquiera había podido alcanzarlo;
cuando me vio chilló temerosamente.
Creí entonces que estaba ante un espejo:
ésa era mi faena por el hambre
ésa mi esperanza dispuesta
al centro de un orden despiadado.
¿A la espera de qué estoy
cuando creo que tengo buena fortuna?
¿Quién es, quiénes son aquellos
crueles y hartos de mí
a los que estorbo en su pieza
y en sus planes de avanzada?
Después de todo,
¿qué soy yo para decidir
que un segmento del mundo es mío
sólo porque lo habito?
¿Por qué siempre por las malas
uno termina de entender
que aquello que no se comparte se pudre?
Verdaderamente quisiera liberar al ratoncito
y pedirle perdón
así como nos enseñó San Francisco de Asís;
pero lo cierto
es que ni siquiera sé cómo zafarme
de mi propia trampa cotidiana.
Qué caro me salió haber nacido,
haber venido a este mundo
con la misma hambre que cargaba
la perra que a bien tuvo parirme.
Arrastro un cuerpo saqueado
por la herencia obligatoria de nuestras carencias;
cuando acicalo la enfermedad
con la áspera lengua de la noche
encuentro
los restos de saliva en mis heridas,
los pedazos amargos de mi carne
adheridos a la poca sangre de mis huesos;
éstos son los síntomas
de quien avanza sobre una cuerda floja,
no sin vértigo,
o tira de ella,
no sin arcadas,
con la intención de vadear un caudal implacable
y por fin hallar simetría;
sin embargo,
pese al esfuerzo,
en cada extremo de la soga aguardan siempre
los rostros de la enfermedad o el hambre.
A la mala,
he entendido
que para sobrevivir a los diluvios
no hay que encomendarse ni temer a dios,
basta con estar hambreado.
Cuesta decirlo.
Todo me falta:
No es ésta la vida que quiero,
pero es para la que me alcanza.
a Thoreau y Lafargue
Agüero
A muy temprana edad
padecí la fiebre de las pérdidas;
era muy necia para poder reconocer
en el tuétano de las alucinaciones
el tono de las grandes profecías,
develadas sólo en la angustiante parálisis del sueño:
“Serás muy joven todavía,
pero ya tendrás la vida embargada,
pondrás el lomo bajo las horas
y atizarás el fogón con la pura mano;
a ti también van a decirte,
qué ingenua serás entonces para creerlo,
que el esfuerzo se cobra alto
(y mira si no lo estoy pagando caro);
dejarás los riñones en el fuete
porque estarás aferrada a la gloria
y a las victorias materiales;
te dirán que eso es la felicidad,
y tú confiarás que es ahí donde reposa.
Todavía tendrás los dientes completos
pero ya estarás enferma y avejentada;
en el último intento
verás cómo basta con anhelar algo
para saberlo destruido.
Por eso te digo ahora que estás a tiempo,
abandona todo,
sé el edificio que se desploma a la vista del mundo,
que el asombro ajeno no te intimide;
nadie meterá el cuerpo en los escombros en nombre de la vida
pues saben que todas esas alcobas ya estaban deshabitadas.
Desiste,
renuncia:
renunciar es el modo más legítimo de aferrarse a la voluntad.
Persigue el ocio y venéralo,
hazlo tu principio más sagrado
y la finalidad de todas tus decisiones.
Avanza sólo si es para detenerte en un lecho
donde se consagre a la vida;
procura siempre que tu sudor se desprenda sólo del orgasmo;
sé verde como lo son las plantas,
imítalas hasta en el silencio;
busca la dicha en la tierra y el agua;
toda felicidad que descansa
en el andamiaje del capital
se paga sólo con quebrantos.
Pero si eres indiferente a este presagio
y entregas tu cuerpo a las jornadas,
sabrás por tu propia carne que el trabajo
empobrece más que la miseria.”